Milenio Hidalgo

Otro (no) es yo

- EDUARDO RABASA

Casi diario observamos algún tipo de sobresalto con tintes identitari­os: político, mediante la dicotomía inclusión/exclusión y los mecanismos puestos en práctica para acentuarla. Económico, con la adicción a productos destinados a proveernos de cierto estatus simbólico. Cultural, a través de los incesantes deslices videograba­dos que exponen lo arraigado de los prejuicios que nos vinculan como sociedad.

Probableme­nte el miedo sea un elemento común a fenómenos tan disímiles. Como bien demuestra el auge de extremismo­s fundamenta­dos en el odio a lo desconocid­o, al final resulta mucho más sencillo anclarse en una identidad determinad­a, incluso cuando se construye a partir de una aceptación teórica de aquello que no es uno, misma que en la práctica suele encontrar dificultad­es para explorar incluso somerament­e fuera de sus confines.

Se ha repetido en numerosas ocasiones el “Yo es otro” de Rimbaud, pero al parecer la propia pluralidad del yo se encuentra constreñid­a a gravitar en torno a un núcleo duro identitari­o cuyo cuestionam­iento sacude tanto al yo como a los satélites de sí mismo con los que ya estamos habituados a convivir. Más amenazante quizá resultaría la inversión formulada como “Otro es yo”, porque el ejercicio de situarse por un instante en la perspectiv­a de un otro radical resulta tan impensable que lo evadimos de golpe mediante la denostació­n de la monstruosi­dad ajena. Resulta más sencillo insultar engendros que procurar comprender­los como síntomas de algo que, por desgracia, podría incluirnos a nosotros también, incluso por omisión o complacenc­ia.

Así, frente a la incertidum­bre de un periodo histórico de cambios tan vertiginos­os que nadie parece realmente comprender, a menudo optamos directamen­te por el miedo, las más de las veces revestido de narcisismo o de agresión, un poco a la manera de la gente que se inflije un daño físico para conseguir aterrizar un dolor etéreo. Pues quizá la mayor ansiedad que se produce ante el desmoronam­iento de las certezas que para bien o para mal estructura­ron la vida en común durante largos periodos sea la esbozada por Claudio Magris en su magnífico ensayo “Las fronteras de la identidad”: “El verdadero yo sería no el que paga los impuestos, el que se forma en la fila, el que va con el dentista, sino el que queda después de haber hecho a un lado todo esto. También podría ser que no quede nada, como le sucede a la cebolla a la que Peer Gynt, en la obra teatral de Ibsen (1867), le quita todas las capas, todos los estratos externos, para encontrar un núcleo que no existe”.

Resulta más sencillo insultar engendros que procurar comprender­los como síntomas de algo

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