Milenio Hidalgo

El hombre los espera

El abuelo se arreglaba con el patrón: medían los metros de muros y plafones enyesados. Tío Finito anotaba en un cuaderno: mentalment­e convertía metros lineales a cuadrados, multiplica­ba el costo y extendía el papel con los resultados a su padres

- EMILIANO PÉREZ CRUZ* * ESCRITOR. CRONISTA DE NEZA

Que ya está muy mal. Que ya se cansó. Que se quiere despedir. Allá vamos. Están su hija, su hijastro, sus nietos y nietas. El otro, el consanguín­eo se niega acudir: no le perdona nada, pasé a avisarle, me ofreció café. Cómo le ha ido, tío. Regresaba con una sandía, para amansar al calorón.

—Éntrale, me la regalaron y mira: estaba así —dice—. Así, así de grandota la sandía. Todavía alcanzaste un pedazo —repite y me da un trapo para secarme el jugo que escurre por los brazos.

—El abuelo se muere, tío. Quiere que estemos con él.

El tío Finito, con las manos entrelazad­as en la espalda, camina alrededor de la mesa. Debajo, la Coronela —su perra— amamanta a siete cachorros. Finito apenas sobrepasó la estatura necesaria para no ser enano. Acomoda las maltrechas sillas del comedor. —¿Entonces qué? Vamos… El tío Finito jamás mira a los ojos. Esquiva la mirada. De gestos nerviosos, busca quehacer, no puede estar quieto. Sus bromas solían ser muy pesadas. A mamá la respetó siempre. Más cuando le paró el alto: por las mañanas, rumbo al trabajo, pasaba a saludarla, le entregaba un bultito con seis tamales y se despedía no sin antes pasar adonde sus sobrinos dormíamos: de un tirón nos arrancaba las cobijas.

—Huele a víbora —decía y se marchaba riendo a carcajadas. Luego comenzó a escupirnos: al más próximo de los tres le bajaba los calzoncill­os y le atinaba un gargajo en las gónadas. Mamá lo supo y un día entró detrás de él y antes que escupiera sintió tres manguerazo­s sobre la espalda:

—Respétalos, Finito, y te respeto —le dijo. Santo remedio. No por eso dejó de llevarle tamales que compraba al mariconcit­o de los Bernal. —¿Entonces: vamos…?

El tío Finito coge una bolsa de papel con cacahuates y me la extiende:

—Son de Salvatierr­a, Guanajuato. Me los regalaron, cómelos. Están así de grandotes, grandotes. Llévatelos y ahí te alcanzo

—dice. Desde que mamá le paró el alto a sus abusos, el tío Finito dejó de molestarno­s. Era muy divertido con tragos encima. Ordenaba a mi primo Maiquio que fuera por otra botella de brandy a la tienda de don Camilo:

—Compras chocolates y chicles para cada chamaco; te quedas con el cambio.

En Navidad rompíamos hasta cuatro piñatas en el patio de su casa. Hacía ponche y a los vasos de los mayores agregaba un chorro de brandy; a los niños su esposa, la tía Ruana, nos entregaba bolsas con cacahuates, tejocotes, mandarinas y dulces de colación. El resto del año la miseria volvía a su casa.

—Vámonos antes que el abuelo se muera, tío.

A mamá le contó que su madre murió:

—No me acuerdo de ella. Sé que la enterraron allá, en el pueblo. Que para todos lados él jalaba conmigo. A veces me encargaba con sus hermanas. Después me trajo a la ciudad, a las vecindades del centro o con alguna de las tías que acá vivían. Me enseñó su oficio, por él me hice yesero. Supo de la venta de lotes rumbo a la salida a Puebla y aquí se hizo de un terreno. Juntó mi dinero y luego hizo que me comprara el mío, cuando ya me había juntado con Ruana. Nunca me pidió opinión. Nunca platicamos.

El sábado, luego del mediodía, el abuelo se arreglaba con el patrón: medían los metros de muros y plafones enyesados. Tío Finito, detrás de él, anotaba en un cuaderno pautado. Le intelegía a los números: mentalment­e convertía metros lineales a cuadrados, multiplica­ba por el costo y extendía el papel con los resultados a su padre.

Si el cliente retobaba, Finito le entregaba papel y pluma atómica; antes que obtuviera el resultado de las cuentas, Finito le adelantaba los subtotales: “Sume tanto, más tanto, menos tanto, igual a tanto”. Acertaba invariable­mente.

Solo tres años de primaria cursó.

—Yo quería estudiar, pero no hubo modo: o trabajaba o trabajaba. Por nuestros rumbos nadie sabía de escuela ni estudios. Luego él se juntó con doña Flor, que llevaba un hijo: el Panzas, menor que yo. Cuando tuvo edad, lo jaló con nosotros y aprendió el oficio, un poco malhecho, pero aprendió. Y él comenzó a pagarle más que a mí, que ya me gustaban el trago y las mujeres. Un día me decidí a trabajar con otro maistro. Él no me perdonó nunca eso. Comencé a ganarle las obras, le bajé la clientela. Peor me malmiró. Un día, en la cena, me dijo: Ya le compré a usted material para que construya en su terrenito; mañana va el albañil: ya va a tener usted donde vivir, ya tiene novia, ya tendrá donde meterse usted con ella. ¿Más claro? Él me corrió de su casa.

Él. Nunca dijo: mi padre, mi papá. Él: el que se quiere despedir. Me despido del tío. Sí, sí, sí: que te vaya bien; le dices a tu mamá que luego voy a verla. Tío Finito apenas susurra un “ahí te alcanzo”. Cierra la puerta. Acorto para llegar más pronto a casa del abuelo. Me armo con una piedra en cada mano y atravieso por los baldíos.

—Agarren una silla y ensíllense —ordena, tosca, Florecita: siempre enrebozada, como de mal humor. Pero no: así es su carácter—. Los espera el hombre, me acatarra: “¿No han llegado, les avisaste?” Siente que se va sin despedirse.

—Es que se le avisó al Finito, creo que no tarda —dice mamá—. ¿Cómo está mi papá?

—Hasta le cree que vendrá — truena la boca desdentada de Florecita.

El abuelo. Su gran melena, el enorme bigote —encanecido­s– realzan el rostro moreno, pleno de arrugas, enjuto.

La recámara, en penumbras, sobria: ropero, sillas, un espejo redondo biselado con marco de hojalata. Su nuera, sus nietas, mis primas y primos. No somos tantos.

En unas cuantas semanas el abuelo se ha secado.

—¿Cómo se siente? —pregunta mamá.

—Muy bien, ya listo para irme, pero cuando menos como los perros: meneando el rabo para despedirme —apenas un susurro, un airecito que lleva palabras serenas—. Ahí les encargo a mi florecita, le cierran los ojos cuando vaya a alcanzarme. ¿Vendrá el Finito?

—Eso quisiera usté, viejo cabrón. Que lo alcanzara lueguito —responde Florecita.

Mamá levanta los hombros. El abuelo insiste con el débil susurro:

—¿Vendrá el Finito? —No creo —dice mamá. El abuelo, cansino, escucha. Mete la mano bajo la sábana y casi sonríe. Musita:

—No vendrá. Es tan rencoroso como yo, que siempre fui un hijo de la chingada con él. Luego se pone serio.

Muy serio.

—Ya entregó —dice mamá.

Desde que mamá le paró el alto a sus abusos, el tío dejó de molestarno­s. Era muy divertido con unos tragos encima

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