“De los baños de pueblo cortesía de Doña Rosa al ciberacarreo”
La inversión en redes sociales no estará destinada a promover a un candidato, sino a enlodar al adversario, siguiendo la terrible y comprobada lógica que la burla, el desprecio e insulto llegan más lejos que cualquier reforzamiento a la propia candidatura
Asumieron que ningún acto público sería legítimo sin que Doña Rosa y sus huestes le otorgaran el “baño de pueblo”
El arribo de la democracia electoral permitió a Doña Rosa expandir su clientela. Se había hecho célebre en Cancún como líder de barrio años atrás, cuando su carisma y su verbo encendido la convirtieron en temible cabecilla de los muchos y legítimos reclamos de los vecinos ante las autoridades. Primero intercambió favores clientelares hasta cierto punto comprensibles: la reparación de una escuela a cambio de un acarreo de vecinos para la visita del presidente municipal; la protesta contra una constructora enemiga del cabildo, en agradecimiento por la pavimentación de una calle. Su capacidad para convocar y arrebañar vecinos le llevó a darse cuenta de que tenía una vocación que podía explotar mejor. Pronto comenzó a alquilarse para mítines del PRI; se convirtió en una eficiente prestadora de servicios para ofrecer el típico coro de acompañamiento que requiere todo acto público oficial. Su voz estentórea y su figura corpulenta, no muy alta pero sí voluminosa, eran el detonante perfecto para desencadenar la porra que culminaba las frases rimbombantes del discurso en turno. Tenía un talento para adivinar el momento de interrumpir a quien estuviera en la tribuna y de la única manera en que los políticos desean ser interrumpidos: entre gritos de aclamación. No solo tenía el don de la oportunidad, también la inventiva para hacer rimas y frases redondas que incluían el apellido del elegido para ser gritadas a voz en cuello.
Lo que era una profesión rentable, pero ocasional, se convirtió en un oficio de tiempo completo al menos durante las campañas. La competencia real entre los partidos multiplicó su clientela. Para su fortuna, Cancún, y en general Quintana Roo, se convirtieron en campo de la alternancia entre el PRI, el Verde, el PAN y Morena; los operadores de todos estos partidos asumiepartido ron que ningún acto público sería legítimo sin que Doña Rosa y sus huestes le otorgaran el debido “baño de pueblo”.
La profusión de clientes, sin embargo, provocó un contratiempo inesperado: la dificultad para inventar y difundir entre la tropa los slogans y frases que la habían hecho célebre. Lo que se gritaba en el mitin de la mañana quedaba obsoleto en el de la tarde, al tratarse de otro membrete político. Con el paso de las jornadas y la multiplicación de la agenda, su propia gente comenzó a hacerse bolas con el nombre del político para el que coreaban consignas, ya no digamos recordar el apellido del candidato. Quedaron atrás los tiempos en los que la muchedumbre cantaba ¡Yo conozco, voto por Orozco!, ahora la líder se conformaba con el simple hecho de que sus seguidores recordaran ponerse la camiseta que correspondía al acto programado. Por lo demás, la multiplicación de eventos la obligó a reclutar a vecinos y voluntarios poco experimentados y apenas confiables.
No obstante, Rosa no iba a permitir que esas minucias pusieran en riesgo la próspera diversificación que su negocio había conseguido. Tenía que encontrar una manera de sortear el problema con una consigna que resultara perfectamente intercambiable. Como suele suceder, encontró la genialidad en la sencillez. Así nació su famoso grito de batalla: ¡Sis ciertoooo!
Se convirtió en el apóstrofe perfecto para cerrar la frase de cualquier orador, ya fuera que prometiese sacar al PRI del poder o reconquistarlo de las manos de sus adversarios. Lo importante era proferir el ¡Sis cierto! con la vehemencia necesaria y en el momento oportuno, algo para la cual Doña Rosa se pintaba sola. Apenas acababa la frase el candidato priista, “Terminaré con la corrupción de Partido Verde en Cancún”, el grito de pregonera de doña Rosa a pleno pulmón lo convertía en hecho consumado. La repetición en coro de la consigna, “sis cierto, sis cierto, sis cierto”, como si fuese un rezo y en tono grave por parte del coro, convencían a la concurrencia de que las palabras del orador se convertían en bronce.
Hoy he vuelto a recordar el caso de los mítines en Cancún leyendo el reportaje de Daniel Zainos y Nilsa Hernández publicado en este diario, “Acarreados de políticos migran de las plazas públicas a redes sociales”. El texto da cuenta de la manera en que las Doñas Rosas de antaño están mutando a versiones digitales para convertirse en hordas que engrosan el ruido de las campañas de candidatos y partidos. El coro que aplaudía y cantaba las gracias a los recursos recibidos hoy se convierte en likes, memes y retuits.
Pero hay una diferencia. Los acarreados de entonces eran en su mayoría pobladores de escasos recursos que por el pago de una jornada o una despensa intentaban llevarse algo de los políticos. Quizá el único momento en que las elecciones y los cambios democráticos ofrecían una ventaja para los suyos, por pequeña que fuera. Largos meses después de las elecciones podían verse en el transporte público o en los mercados a fieles portadores de las camisetas repartidas, y no tanto por el fervor al partido en cuestión, sino por necesidad de vestimenta. Hoy, en cambio, se trata de un gasto destinado a influencers, motores de la web y empresas especializadas.
No solo eso. Hay diferencias aún más lamentables. El grueso de la inversión en redes sociales durante las campañas no estará destinado a promover a un candidato, sino a enlodar al adversario, siguiendo la terrible y comprobada lógica que la burla, el desprecio y el insulto llegan más lejos y poseen más viralidad que cualquier reforzamiento positivo a la propia candidatura. Los mítines y sus acarreados nunca fueron un espectáculo muy dignificante que digamos, pero vistos en retrospectiva parecerían más pintorescos que dañinos comparados con toda la basura que nos vendrá encima. La respuesta al discurso de los contendientes y sus propuestas ya no será un inofensivo “sis cierto”, sino una cargada de descalificaciones, mentiras y denuestos convertidos en linchamientos lapidarios. Mala cosa, para la cual conviene estar preparados.