Milenio Hidalgo

Una historia sobre mi padre y Sara Montiel

- A. Pérez-Reverte

No hay una sola vez que pase frente al teatro de La Latina de Madrid que no los recuerde, a los dos: a Sara Montiel y a mi padre. En ese antiguo local, que ahí sigue desde 1917, ocurrió a principios de los años 80 algo para mí mágico e inolvidabl­e, medio minuto de elegancia y glamour, treinta fascinante­s segundos sobre Tokio. Uno de esos instantes que, como diría cierta testa coronada, o ahora no tanto, lo llenan a uno de orgullo y satisfacci­ón.

Mi padre era de los que sabían cómo encender un cigarrillo, bailar el tango, remangarse una camisa y qué hacer con el sombrero cuando se lo quitaba. O sea, un señor. Nacido a tiempo para hacer la Guerra Civil –le tocó el lado republican­o como podía haberletoc­ado cualquier otro –, tenía maneras de las que solíamos llamar de las de antes. Por lo demás, como a muchos jóvenes de su generación, lo habían formado las lecturas y el cine, que en ese tiempo tenía una influencia extraordin­aria. Creció y llegó a su madurez con ciertos códigos y actitudes que no lo abandonaro­n hasta su muerte, y jamás olvidaré las palabras de uno de sus amigos durante su entierro, que bastan, supongo, para colmar el orgullo de cualquier hijo: “Era un hombre honrado y un caballero”.

La generación de mi padre, como todas, tenía sus mitos. Incluían éstos el cine y la música, las canciones que habían estado de moda en su juventud: tangos, boleros, copla. Y entre los mitos femeninos, el más destacado fue Sara Montiel. Cualquiera que haya visto las antiguas películas de aquella mujer bellísima y fascinante, quien la recuerde junto a Gary Cooper y Burt Lancaster en Veracruz o con Rod Steiger y Charles Bronson en Yuma, o en películas españolas como Varietés, El último cuplé o La violetera, sabrá de qué estamos hablando. Con canciones como “Fumando espero”, “El relicario”, “Nena” o “Ven y ven”, Sara Montiel dio la puntilla al tono atiplado de Raquel Meller, Imperio Argentina, Concha Piquer y otras estrellas de la canción nacional, imescotes. poniendo su tono susurrante y grave, de un erotismo profundo, tan denso y carnal como ella misma. Y de ese modo se convirtió en el gran icono erótico de los varones españoles de su tiempo.

No recuerdo el año, ni tampoco el título del espectácul­o. Saritísima, me parece, o Una noche con Sara. Algo así. Ella representa­ba su espectácul­o de canciones en el teatro La Latina. Debía de tener ya cincuenta y tantos años, casi sesenta, pero conservaba la gracia, el desparpajo y la simpatía de siempre, la voz sugerente y grave y un físico más que razonable para su edad, que embutía para el espectácul­o en ceñidos trajes de noche con generosos Yo estaba en Madrid entre dos viajes, mis padres vinieron a pasar unos días y los invité a ver el espectácul­o. Sentado en una butaca contigua al pasillo, con mi madre y conmigo al lado, mi padre disfrutó en vivo de unas canciones que conocía de memoria. Era la primera vez que veía a Sara Montiel en persona, y mi madre y yo lo observábam­os a hurtadilla­s, disfrutand­o ambos de la felicidad que mostraba, ante su antiguo ídolo femenino, aquel hombre de casi setenta años educado y tranquilo.

Fue entonces cuando ocurrió. Ella había bajado del escenario, escotada, sexy, micrófono en mano, y cantaba caminando por el pasillo. Y cuando llegó a nuestra altura, al mirarme casualment­e a media canción, yo le hice un gesto disimulado, señalando a mi padre, que la miraba arrobado. Y Sara Montiel, con aquella rápida inteligenc­ia intuitiva, la gracia y el descaro que con toda justicia la habían hecho famosa, se lo quedó mirando y acto seguido, le pasó un brazo alrededor del cuello, se sentó en sus rodillas, y acercando la boca a su oído le cantó, bajito, grave y susurrante, aquello de “Juró amarme un hombre / sin miedo

a la muerte”. Después le acarició la nuca, se puso en pie y siguió su camino mientras todos cuantos estábamos alrededor aplaudíamo­s entusiasma­dos.

Mi padre no despegó los labios en toda la función. Tan impasible como solía, salió del teatro con mi madre cogida del brazo y paseamos hasta la cercana Plaza Mayor. Esperábamo­s algún comentario, pero no hizo ninguno. Caminaba en silencio. Era una noche agradable, nos sentamos a tomar algo en una terraza y yo mencioné al fin la escena del pasillo. “Sigue siendo una artista enorme”, comenté, divertido. Entonces vi sonreír a mi padre, y aquella sonrisa parecía rejuvenece­rle treinta años el rostro. “Sí, verdaderam­ente es mucha mujer”, dijo. Y después, tras golpear suavemente un extremo en el cristal de su reloj, encendió despacio un cigarrillo.

* Miembro de la Real Academia Española

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LUIS M. MORALES
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