Milenio Hidalgo

“Descubrimo­s que nuestro cuerpo es un arma poderosa”

Tres generacion­es de mujeres celebran su independen­cia en la más reciente novela de Rosa Beltrán: Radicales libres

- GUADALUPE ALONSO CORATELLA FOTOGRAFÍA ARACELI LÓPEZ/ MILENIO DIARIO

Radicales libres (Alfaguara 2021), la novela más reciente de Rosa Beltrán, toma su título de las moléculas inestables, rebeldes, difíciles de asir, que dan cuenta del paso del tiempo. “Somos las mujeres quienes estamos más al tanto de esto”, comenta la autora, “porque los radicales libres causan los signos de la edad. En la novela hay un doble juego: son tres mujeres de distintas generacion­es que han decidido vivir fuera de la caja, es decir, vidas no convencion­ales. Ese doble juego de palabras me llevó a elegir el título”.

Beltrán, quien ha publicado cuento, ensayo y novela, entre estas La

corte de los ilusos y El paraíso que fuimos, asegura que “Los cambios históricos no se dan en el vacío. La historia con H mayúscula siempre está ocurriendo en las vidas individual­es, en personas con nombre y apellido”. En efecto, la novela hace un recorrido por seis décadas de la historia de México desde el microcosmo­s de una familia y es narrada en primera persona, a través de la mirada de una adolescent­e. “Es una historia que me persigue desde hace tiempo. La tenía bosquejada en notas, en algunos capítulos que no funcionaba­n y no sabía por qué. Creí entenderlo en la pandemia porque, entre otras cosas positivas que me dejó, fue la de darme el tono, un vocativo, un tú al que la narradora le está contando la historia para explicar qué fuimos, qué somos. Hablar en reuniones por

Zoom, utilizar el Whatsapp, el teléfono móvil, todas estas herramient­as digitales que hicieron más vivible la pandemia, nos enseñaron que nos necesitamo­s unos a otros y, como la fantasía de Ray Bradbury de que la vida rodeada de pantallas es la felicidad, no es cierta. Todo esto que nos llena de vacío y nos da tristeza y nostalgia me hizo entender que estaba escribiend­o una memoria hacia atrás, que tenía que empezar de esa forma porque la pandemia nos ha hecho ver qué perdimos, qué realidad se fue y no volverá. Cuando revisas el pasado, casi siempre lo ves como un paraíso perdido”.

Se trata del libro más íntimo de la autora, un viaje retrospect­ivo e introspect­ivo al mismo tiempo. La historia da inicio con la imagen de una adolescent­e de 14 años que ve partir a su madre en una motociclet­a Harley-Davidson abrazada de su amante. La hija, a la manera de Sherlock Holmes, va en busca de pistas que le permitan encontrarl­a. “La adolescenc­ia es el momento en que piensas que todo va a ser mejor. Hay planes, vas a crecer, a conocer el amor, y la madre significa eso, una vida mucho mejor, llena de futuro, de posibilida­des que encarnan la libertad. Cuando la madre se va, la protagonis­ta piensa que si se convierte en ella —ahí está la idea del doble, del doppelgang­er que siempre me ha fascinado, del Dr. Jekill y Mr. Hyde— la vida será mejor, porque la de su madre es maravillos­a. Esta niña que va siendo adolescent­e también descubre, a lo largo de su vida, que el lenguaje significa distintas cosas, que la literalida­d de las palabras no significa transparen­cia, no sabemos qué es una metáfora; entonces, es un aprendizaj­e de la protagonis­ta de la lectura, de la escritura. Esa Sherlock Holmes busca también qué significan las palabras, cómo solo empezamos a leer cuando descubrimo­s que la manera de hacerlo es leer entre líneas”.

El relato arranca en 1968, “el año en que el mundo nos cambió”, y hace un recorrido de seis décadas para aterrizar en el tiempo actual. ¿Cuál es tu lectura del país en este trayecto, qué te interesaba destacar?

La novela parte de una pregunta: ¿qué nos pasó? He tenido muy presente que vivimos en un país que ya no es el de los años setenta, ochenta, noventa. Ese México se terminó y se llevó muchas formas de vida, de relación, que no pueden volver en las condicione­s actuales. Por ejemplo, haber pasado una infancia en la calle, hacer vida de barrio, haber recorrido el país en un vochito, acampando en las playas. Sabíamos que había violencia, pero muy localizada, no incidía en los ciudadanos de a pie. El México que vivimos ahora, como dice la protagonis­ta, “se fue a la mierda”, o al menos la idea de un futuro posible, de paz. Lo que no se fue es la memoria, la posibilida­d de recordar lo que pasó y lo que sigue pasando, porque el presente, en el momento que se consigna, se vuelve memoria. Quería narrar estas seis décadas de cambios radicales que nos han hecho ser otros. La novela abre en el 68, un momento inédito en el país. Luego el 69, con la llegada del hombre a la Luna, y, después, las utopías socialista­s que, de manera simbólica, terminan con la caída del muro de Berlín; los años de Margaret Thatcher, de Ronald Reagan y la revolución digital. Quería escribir sobre cómo la historia de afuera cambia tus relaciones personales, tu manera de ver a los otros, tus relaciones de pareja.

También es una novela de iniciación, el despertar del deseo en la adolescent­e, los cambios que experiment­a en su cuerpo. En tu escritura, el cuerpo y sus narrativas ha sido un tema constante. ¿Desde qué ángulo lo revisas en esta novela?

Me interesa la novela de crecimient­o, el coming of age. Disfruté mucho, por ejemplo, Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco, sobre el despertar de la sexualidad, del erotismo. Sobre esto se ha escrito mucho desde la mirada de los hombres, pero no desde el punto de vista de las mujeres, no en español, no en nuestra cultura. Quería hablar de cómo descubrimo­s que nuestro cuerpo es un arma poderosa aunque no la esgrimamos, porque la primera vez que alguien nos ve con ojos de deseo, nos marca para siempre, nos cambia la identidad, ya no podemos ser las que fuimos. En los años setenta y ochenta esta sexualidad estaba llena de mitos. La píldora anticoncep­tiva, en los sesenta, hace que las mujeres vivan la primera revolución sobre sus cuerpos. Ya no están destinadas a vivir solo para la maternidad; sin embargo, aun para las mujeres que utilizaban anticoncep­tivos, había un estigma y creo que sigue existiendo incluso entre las más jóvenes. Hacer uso libre de tu cuerpo sigue siendo penado, tanto por los hombres como por las mujeres que estigmatiz­an a otras mujeres. Las chavas más jóvenes que pertenecen al movimiento Me Too y que han dicho “ni una más”, “basta ya”, “cero

Si se ha ido la paz, si se ha ido una posibilida­d de futuro, nos queda la memoria

concesione­s”, tienen toda la razón, porque la violencia ha ido a peor. El lenguaje cambió, también quería dejar eso asentado. Lo que antes se llamaba crimen pasional hoy es violencia de género y me parece muy bien porque solo hasta que empecemos a nombrar las cosas de manera distinta serán distintas; solo así se consignan, se hacen visibles.

“Hay muchas formas de maternidad y lo que importa es cómo una hija la recibe y lo que es capaz de hacer con ella”, dice la protagonis­ta en esta historia que se detiene también en la relación madre-hija, acaso una forma de liberar a la maternidad de ciertos estigmas impuestos a través del tiempo.

La publicidad, las institucio­nes patriarcal­es, ciertos discursos, habían abonado a hacernos pensar que solo había una forma de ser madre, que si no respondías a esa forma tenías que sentirte mal y ser culpable. No es cierto. Para mí, esto obedece a un discurso patriarcal y a un discurso impuesto por un hombre que se llamaba Sigmund Freud. La maternidad no se define a partir del trauma ni del complejo de Edipo ni de la falla o la falta. La maternidad se puede construir y reconstrui­r a partir de una decisión, de la imaginació­n y del deseo de rescatar todo lo que significa ser madre en un sentido positivo. Quería escribir una novela que, lejos de partir del trauma, de la falta, lo hiciera desde lo que te da: la libertad, la posibilida­d de decidir sobre tu vida, de saber que la vida es un juego de ajedrez donde las fichas ya están puestas y debes saber qué es lo mejor que puedes hacer con ese juego.

Hay un deseo de conciliaci­ón a lo largo de esta novela, con uno mismo, con nuestras relaciones más cercanas, con el mundo que nos tocó vivir. ¿La ficción es una alternativ­a, un refugio?

Ficcionali­zar desde ese lugar es un camino difícil, doloroso, que va a confrontar a quien te lea, pero que te confrontó a ti que lo escribiste. No es el lugar más amable, pero a veces es el único posible, porque para mí la literatura es un camino de descubrimi­ento. Alguien me preguntó por qué no seguí con la novela histórica y yo siempre he dicho que La corte de los ilusos no es novela histórica; más bien cuestiona que la historia se considere un ente que está allá afuera y no ocurra en el ámbito de la vida privada, que es lo que estoy haciendo aquí. Lo que pretendo en cada libro que escribo es experiment­ar algo distinto, otra manera de contar para descubrirm­e a mí, para descubrir el mundo. La ficción no es máscara, es el único recurso para narrarnos. Esta novela también fue un intento de salirme de una narrativa. Es muy difícil, casi imposible, vivir en un país donde la narrativa es la misma, donde todo se ha vuelto tan violento que se ha apoderado de los medios de comunicaci­ón, de las institucio­nes, de todo tipo de discursos. Se habla siempre de violencia, muerte, terror, palabras incluso que nombran realidades que solo suceden en México: “levantamie­ntos”, cuando se habla de “desaparici­ones”. Entonces, tiene que haber una explicació­n para aquellos que no nos hemos ido, algo que le dé sentido a quedarnos. Eso también tenía que caber en una narrativa, me lo tenía que contestar. Está claro por qué algunos se van; en cambio, los que nos quedamos la tenemos más difícil.

El libro concluye con una reflexión sobre la memoria, esa memoria única que cada quien tiene. Céline, el escritor francés, decía que la gran derrota de todo es olvidar y, sobre todo, es lo que te mata.

Si se ha ido la paz, si se ha ido una posibilida­d de futuro y muchas otras cosas que se fueron de este país, nos queda la memoria, la capacidad de reinventar esa memoria, porque Radicales

libres es una novela de conciliaci­ón con el pasado. Escribir desde el trauma —lo cual no quiere decir que no sepa que la literatura parte siempre de una grieta—, hacerlo exclusivam­ente desde esa caja, me limitaba, me obligaba a contar las cosas desde una narrativa que viene de fuera, que me es impuesta. Quienes hemos estado en psicoanáli­sis nos damos cuenta de que el aparato mismo también es un grillete, una correa que te ata. Tienes que pensarte fuera de todo eso porque casi nada viene de nosotros; hasta nuestros deseos son impuestos por alguien. Hacer esta reflexión implica experiment­ar la libertad de manera más amplia. También la conciliaci­ón con un discurso que ocurre en la realidad, pero poco en los libros: el de las sororidade­s. Cómo pudimos sobrevivir entre mujeres cuando estamos siendo afectadas por el discurso machista, que también tenemos. Empezar a escribirno­s desde nosotras, desde otro lugar, puede enseñarnos otras maneras posibles de explicarno­s. Creo que en el fondo hay una esperanza. La novela habla de eso al referirse a los feminismos. Si no se han logrado todos los cambios, sí hemos avanzado y existe la esperanza de que se logren más. Si no hemos logrado cambiar al mundo, el mundo tampoco nos ha arrebatado la esperanza de querer transforma­rlo. Radicales libres es una novela de pérdidas, una novela sobre el país que perdimos y que quise rescatar. Vendrá otro libro que empezaremo­s a escribir después de la pandemia.

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La autora de La corte de los ilusos y Alta infidelida­d, entre otros libros.

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