Protocolo Malatesta
Afines del siglo XIX, los anarquistas europeos asesinaron a cinco jefes de Estado. El terrorismo que ejercieron fue, esa década, la preocupación más apremiante de políticos, policías y periodistas en Occidente. ¿Era una conspiración? Muchos pensaban que sí. “La teoría favorita de los sectores nacionalistas y monárquicos fue la existencia indudable de un complot judeo-masónico para subyugar al planeta”, escribe Pedro Aguirre, quien reconstruye esa ola de crímenes en el libro que presenta hoy, Protocolo Malatesta, cuyo título evoca la figura de Errico Malatesta, uno de los teóricos más importantes del anarquismo en los albores del siglo XX.
El libro, dice su autor, “es una trama irónica sobre las urdimbres y farsas que vivió el mundo occidental a finales del siglo XIX en medio de una ola de terrorismo anarquista que, entre otras cosas, costó la vida a un rey, una emperatriz, dos presidentes y un primer ministro”. El presidente de Francia, Marie François Sadi Carnot, murió el 24 de junio de 1894 en Lyon, a manos del anarquista Sante Caserio, quien le clavó en el abdomen el puñal que escondía dentro de un ramo de flores (“¡Viva la revolución!”, gritó al ser aprehendido. “¡Viva la anarquía!”). El primer ministro de España, Antonio Cánovas del Castillo, murió el 8 de agosto de 1897 en el balneario de Santa Agueda, a manos del anarquista Michele Angiolillo, quien le disparó con su pistola dos tiros a la cabeza (a su esposa, que lo golpeaba con el abanico, le dijo: “A usted la respeto por ser inocente, señora”). La emperatriz Isabel de Baviera, Sissi, murió el 10 de septiembre de 1898 en Ginebra, a manos del anarquista Luigi Lucheni, quien le clavó un estilete en el pecho, sin que ella lo supiera (cuando le fue sugerido volver al hotel, ella dijo: “¿Para qué? Tenemos prisa, queremos abordar el vaporetto”). El rey Umberto I de Italia murió el 29 de julio de 1900 en Monza, a manos del anarquista Gaetano Bresci, quien le disparó tres veces (las últimas palabras del rey fueron, sobre su carroza, “¡Adelante, adelante! ¡No es nada!”). El presidente de Estados Unidos, William McKinley, murió el 6 de septiembre de 1901 en Buffalo, a manos del anarquista Leon Czolgosz, quien le disparó dos veces con el revólver que escondía bajo un pañuelo (McKinley tuvo tiempo de ordenar a la gente que dejara de apalear a su asesino, un polaco, a diferencia de los demás, que eran italianos).
Pedro Aguirre no menciona los atentados que los anarquistas cometieron en Rusia, que costaron la vida al zar Alejandro II y que fueron una de las causas de la muerte del zar Alejandro III. Es el tema de una obra de teatro de Albert Camus, Los justos, que reflexiona sobre los sentimientos de convicción y de culpa que atormentaban el alma de los anarquistas rusos: lo que hacían era justo, pero implicaba matar, por lo que, para redimirse, consideraban que debían morir en el acto de matar. Aguirre, en su libro, penetra el alma de los anarquistas, los hace creíbles, pero no los juzga. Eran, dice, “muchachos exaltados, idealistas, la mayor parte de ellos pobres, asesinos solitarios que actuaban en nombre de la causa”. No dice más. ¿Cuál es su juicio sobre los asesinos, su juicio moral y político, y también histórico?