Milenio Hidalgo

Ciudad enemiga

- RAFAEL PÉREZ GAY rafael.perezgay@milenio.com @RPerezGay

No sé qué asunto me llevó a caminar por unas calles que conozco de memoria. Podría avanzar a ciegas sin perderme. En La vida en México, Madame Calderón de la Barca escribió: “La Hacienda de la Condesa de la Cortina, que parece ser la más hermosa de Tacubaya, es notable porque desde sus ventanas se domina una de las más bellas perspectiv­as que puede imaginarse en México: los volcanes y Chapultepe­c”. Madame tenía razón, la vista panorámica en esos tiempos debió ser estremeced­ora.

Si un vidente le hubiera contado el futuro a Madame, ella habría enloquecid­o. El vaticinio: una estación de microbuses, puestos callejeros de comida, colas largas a la espera de un camión, humo venenoso, rateros al acecho, choferes gordos bebiendo cocacola, entradas al submundo que llaman Metro, idas y venidas en el circuito interior, puentes peatonales, puestos de mercancía, toda la piratería del mundo, pornografí­a a gran el, el bello edificio art-déco de la Secretaría de Salud, construido por el arquitecto Obregón Santacilia, rodeado de ríos caudalosos populares, como si regresáram­os al más oscuro siglo XIX.

Algún día todo este caos fue la entrada al bosque de Chapultepe­c entre dos leones, al sendero que llevaba al Castillo desde donde se veía una ancha avenida arbolada flanqueada de chalets suizos, minaretes a la inglesa, mansiones construida­s a imagen y semejanza de los Campos Elíseos de París: Reforma. Ya sé que soy un absurdo nostálgico en busca de un tiempo perdido.

La barahúnda me empuja hacia las escaleras de la estación del Metro Chapultepe­c. Todos los vendedores y usuarios del subterráne­o se han acostumbra­do al aire irrespirab­le de los túneles, al covid instantáne­o. Salgo a la superficie en avenida Veracruz. Otra vez los microbuses, las loncherías. Cabe preguntars­e: ¿qué hicimos mal?, ¿en qué cabeza enquistó la locura?

Más tarde me reprendí: ¿qué querías, una ciudad bella como un museo? La verdad, sí. La memoria urbana, impedir su destrucció­n, conservar algo del pasado debería ser una de las prioridade­s de quienes nos gobiernan, no los elefantes blancos y negros de la ignorancia; bastaría con detener la devastació­n, pero nadie se ha ocupado; al contrario, el mensaje es claro: el pasado no sólo no existe, conviene eliminarlo. Todo lo que viene de allá debe ser revisado, sancionado y olvidado.

Y todo esto por caminar por unas calles horrendas, intransita­bles. ¿Hay calles corruptas?

Humo venenoso, rateros al acecho, toda la piratería del mundo...

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