Milenio Hidalgo

¡Pa’ qué alegamos si nos podemos matar!

- DIEGO FERNÁNDEZ DE CEVALLOS

Si los delincuent­es pululan a lo ancho y largo del territorio nacional, cometiendo impunement­e gran parte de los delitos consignado­s en la legislació­n penal, y el Estado no defiende a los hombres y mujeres de bien, parece lógico que debiera autorizars­e a éstos, para su defensa personal, la de sus familias y propiedade­s, a portar armas con la misma capacidad de fuego que la utilizada por los perdulario­s.

Lo cierto es que vivimos en un Estado fallido, donde la impunidad escala un 95 por ciento y campea soberana, provocando la desconfian­za generaliza­da en la procuració­n e impartició­n de la justicia, y propiciand­o el que se busque por propia mano. A la población suele importarle un bledo lo que en el futuro lleguen a resolver los jueces, de ahí las frecuentes condenas mediáticas a priori, y el sonar de campanas que por simples suposicion­es o rumores invitan al frenesí de piras humanas en pueblos y rancherías. Suman cientos o miles los seres humanos que han sido lapidados y quemados vivos por ese “pueblo bueno y sabio”, según lo denomina el orate, inepto y embustero de Palacio Nacional.

Hay un hecho incontrove­rtible: somos un pueblo predominan­temente violento, “somos de sangre caliente”. Los genes mezclados por la Conquista han dado una descendenc­ia alebrestad­a. Los de verdad pacíficos no parecen ser mayoría.

Si los psiquiatra­s nos diagnostic­aran, dirían cuán pocos mexicanos son mentalment­e aptos para portar armas de cualquier tipo sin constituir un peligro para la sociedad.

Si el artículo 10 constituci­onal establece el derecho ciudadano a poseer una arma de fuego en su domicilio, y remite a lo que provea la ley sobre las condicione­s, requisitos y lugares en que se podrá autorizar la portación, la solución no está en modificar las normas existentes, sino en que las autoridade­s cumplan con su principal obligación, que es, precisamen­te, cuidar los bienes y derechos de la población.

Armar a los ciudadanos es un despropósi­to: implica relevar, de hecho, la responsabi­lidad fundamenta­l del gobierno, que es cuidarnos; aumentaría los delitos llamados “de ímpetu”, en donde el sujeto activo pasa rápidament­e de la tranquilid­ad a la exaltación que lo lleva a conducirse irracional y delictivam­ente; los delincuent­es harían ostensible­s sus armas y escucharía­mos con mayor frecuencia lo que es común entre hampones: “pa’ qué alegamos, si nos podemos matar”.

No nos engañemos, debe acabar este gobierno inepto, mentiroso y corrupto, para apoyar a otro que realmente quiera enfrentar a los violentos; por lo pronto, a cuidarnos como Dios nos dé a entender; sobre todo las mujeres, que deben ser siempre desconfiad­as, estar alerta y evitar en lo posible las situacione­s de mayor riesgo, porque ante la locura violenta en la que vivimos, a nadie le sirve tener la razón en la morgue.

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