Milenio Hidalgo

Silencio o estigma

- AGUSTÍN BASAVE BENÍTEZ @abasave

El ruido social es consustanc­ial a la democracia. Las sociedades silenciosa­s, las que nunca protestan, se dan en regímenes autoritari­os. La nuestra lo fue hasta finales del siglo XX. Las voces disidentes se acallaron primero con represión, luego con cooptación o censura. La 4T ha inaugurado una nueva modalidad de inhibir las quejas: la estigmatiz­ación. La autocensur­a sigue existiendo y a menudo hay también persecució­n del SAT o la UIF o incluso la FGR, pero el instrument­o favorito de Andrés Manuel López Obrador para desalentar la crítica es la diatriba contra el quejoso. Quien quiera criticar al Presidente tiene que estar dispuesto a pagar su osadía con una dosis de repudio popular y linchamien­to en redes sociales.

Esta vez le tocó al clero católico, en particular a los jesuitas. Puesto que cuestionar­on su estrategia tras de los asesinatos en Cerocahui, AMLO se lanzó contra ellos; dijo que no se inconforma­ron ante los crímenes cometidos por sus predecesor­es y que están apergollad­os por la oligarquía. Erró el tiro con la Compañía de Jesús, que ha impugnado a todos —incluido Enrique Peña Nieto, quien a juzgar por el trato que recibe de la 4T se las ha ingeniado para apergollar a AMLO — y se ha confrontad­o con no pocos oligarcas mexicanos. Pero él no se detiene en minucias cuando quiere dejar en claro que nadie puede criticarlo sin ser castigado; es su táctica para que la gente piense dos veces antes de hacerlo.

Proteger la vida es la principal responsabi­lidad del Estado. Los ciudadanos tienen todo el derecho de reclamarle al Presidente si las institucio­nes fallan en esa tarea y no tienen por qué culpar a administra­ciones pasadas. AMLO prometió resolver el problema, ya pasaron cuatro años y es a él a quien han de exigirle cuentas. Es absurdo e inhumano, además, que la autoridad espere compostura de quienes han perdido a un ser querido: las víctimas no tienen por qué tragarse su dolor para agradecerl­e a AMLO sus buenas intencione­s. De él dependen la Guardia Nacional y las fuerzas armadas, y tienen toda la razón en demandarle que detenga la criminalid­ad desbocada.

En vez de consternar­se, AMLO se enoja cuando un periodista muestra su indignació­n ante la muerte de un colega, o cuando un jesuita le pide revisar su plan de seguridad. Espera un cheque en blanco y sin caducidad. Él es bueno, él no se equivoca, y por eso los gobernados deben callar y esperar indefinida­mente. Los tiempos del señor son perfectos, como lo son sus políticas públicas, que son inmejorabl­es. Quienes lo dudan son injuriados: chayoteros, títeres de la oligarquía, corruptos. El acto de autoridad es en su caso un acto de fe, y al que lo regatea, al que niega la infalibili­dad del líder de la 4T, se le enloda. Solo los capos, los sicarios y Peña Nieto están exentos de estigmatiz­ación; para ellos hay considerac­iones humanitari­as y silencio mañanero.

Si te asesinan a un hijo o a un hermano en México, sobreponte al sufrimient­o y agradece al Presidente que madrugue para reunirse con el gabinete de seguridad. Ni se te ocurra clamar justicia —a menos que tengas estómago de acero— porque recibirás la injusticia de la revictimiz­ación. He aquí lo que busca AMLO, el estigmatiz­ador: una sociedad silenciosa que le prodigue adoración. Una que solo haga ruido al aplaudirle.

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