Lo que se debe discutir en las campañas electorales que vienen
Algo va mal en México. A pesar de que llevamos algunos sexenios en democracia, y de que revertimos la concentración excesiva de poder en la presidencia y en un solo partido, no estamos acumulando avances que nos permitan consolidar al país y abrigar esperanzas de un buen porvenir. Vivimos una paradoja: en vez de que las libertades conseguidas nos catapulten, nos llevan hacia atrás. Es como si el reloj de la historia caminara al revés y nos estuviera regresando a las convulsiones del Siglo Diecinueve o a las dificultades de la época de la Revolución.
No sólo las conquistas democráticas lucen frágiles, incluso los fundamentos del orden nacional se resquebrajan. Todos los días, las noticias nos provocan dudas sobre aspectos que creíamos superados, como la eficacia del Estado para brindar seguridad y paz, la capacidad de la economía para llevar bienestar a la población, y el compromiso de la sociedad para sustentar una convivencia civilizada.
Estas impresiones no se originan en el pesimismo o la exageración. Cualquier mexicano comenta nuestro malestar. Cualquier ama de casa, trabajador, estudiante o profesionista, lleva los problemas nacionales como una carga de incertidumbre y preocupación. Pero muy pocos ciudadanos, incluyendo políticos, funcionarios, empresarios y académicos, tienen una explicación satisfactoria de lo que ocurre y mucho menos vislumbran una salida clara a nuestra situación.
El horizonte público no ofrece programas que resulten creíbles y unifiquen a la nación. Los políticos se ocupan demasiado en lograr fines inmediatos. Cuando intentan ir más allá, apoyan opciones que lo son en apariencia porque no atacan las causas últimas de nuestras complicaciones: unos proponen la mano dura del Estado como solución a la violencia, otros creen que gobernar significa exacerbar el imperio del dinero sobre la política e implantar una modernización nacional forzada, y todavía algunos son devotos del paternalismo como estrategia para atenuar las desigualdades sociales.
Es probable que en las próximas campañas electorales los dirigentes de los partidos sigan concentrándose en ganar, sin entablar las discusiones de altura que hacen falta y sin concertar con los ciudadanos propósitos que los entusiasmen. Suelen confundir el ejercicio de la política y el liderazgo con la simulación y la manipulación publicitaria de los electores. Prometen lo obvio, lo que les puede dar votos; muy pocos formulan argumentos sobre cómo alcanzarlo y qué compromisos mutuos implica. Mientras descuidan lo esencial, desperdician un tiempo invaluable. Con ello se limita la capacidad de la democracia para generar orden, estabilidad y prosperidad social.
Sin embargo, en medio de estas vicisitudes, poco a poco comienza a barruntarse que nuestras patologías no son superficiales, sino que el sustrato profundo de nuestra vida social se ha fracturado, y se sospecha que la tarea de restaurarlo rebasa las facultades de un solo hombre, un solo partido y un solo grupo de poder económico, político o cultural. Poco a poco se asume que nuestra democracia carece de muchos elementos necesarios para ser eficaz y funcional: la acción del mercado electoral no basta para tener buenos gobiernos. Cada vez más se entiende que no ha concluido la transición a un régimen formado por ciudadanos activos, participativos y responsables, y con gobiernos honestos que pongan al bien público en el centro de su quehacer.
Comienza a asumirse que necesitamos una comprensión profunda de nuestra circunstancia y que para ello hace falta algo más que visiones ideológicas, y que en nada ayudan los posicionamientos excluyentes. Estamos condenados a adquirir una mayoría de edad social que nos hará reconocer que la sociedad se gestiona, se integra y se gobierna mediante una sabiduría que se construye colectivamente, considerándonos todos iguales, y a través de los años.
Poco a poco, se acepta la idea de que resolver los problemas del país implica mirarlos bajo una perspectiva racional que tome en cuenta lo importante. Estamos obligados a valorar la utilidad pública de la crítica y la imaginación política, así como a dialogar honestamente sobre nuestra nación, su pasado histórico y su lejano porvenir.
No hay nada nuevo en lo que digo. Es un camino similar por el que otras sociedades han transitado, un proceso de maduración social cuyo sentido es arribar a una modernidad que exprese nuestra complejidad social y cultural. Si queremos forjar un país vigoroso y en paz, debemos hacer compatibles valores que no suelen cohabitar fácilmente: combinar orden con libertades, crecimiento económico, desarrollo y justicia social, estabilidad y gobernabilidad con democracia, y solidaridad, fraternidad e igualdad, con respeto a la autonomía individual y aceptación de las diferencias.
Son más preguntas que respuestas. Que comience el diálogo y la discusión.