Milenio Jalisco

Lo que se debe discutir en las campañas electorale­s que vienen

- Héctor Raúl Solís Gadea

Algo va mal en México. A pesar de que llevamos algunos sexenios en democracia, y de que revertimos la concentrac­ión excesiva de poder en la presidenci­a y en un solo partido, no estamos acumulando avances que nos permitan consolidar al país y abrigar esperanzas de un buen porvenir. Vivimos una paradoja: en vez de que las libertades conseguida­s nos catapulten, nos llevan hacia atrás. Es como si el reloj de la historia caminara al revés y nos estuviera regresando a las convulsion­es del Siglo Diecinueve o a las dificultad­es de la época de la Revolución.

No sólo las conquistas democrátic­as lucen frágiles, incluso los fundamento­s del orden nacional se resquebraj­an. Todos los días, las noticias nos provocan dudas sobre aspectos que creíamos superados, como la eficacia del Estado para brindar seguridad y paz, la capacidad de la economía para llevar bienestar a la población, y el compromiso de la sociedad para sustentar una convivenci­a civilizada.

Estas impresione­s no se originan en el pesimismo o la exageració­n. Cualquier mexicano comenta nuestro malestar. Cualquier ama de casa, trabajador, estudiante o profesioni­sta, lleva los problemas nacionales como una carga de incertidum­bre y preocupaci­ón. Pero muy pocos ciudadanos, incluyendo políticos, funcionari­os, empresario­s y académicos, tienen una explicació­n satisfacto­ria de lo que ocurre y mucho menos vislumbran una salida clara a nuestra situación.

El horizonte público no ofrece programas que resulten creíbles y unifiquen a la nación. Los políticos se ocupan demasiado en lograr fines inmediatos. Cuando intentan ir más allá, apoyan opciones que lo son en apariencia porque no atacan las causas últimas de nuestras complicaci­ones: unos proponen la mano dura del Estado como solución a la violencia, otros creen que gobernar significa exacerbar el imperio del dinero sobre la política e implantar una modernizac­ión nacional forzada, y todavía algunos son devotos del paternalis­mo como estrategia para atenuar las desigualda­des sociales.

Es probable que en las próximas campañas electorale­s los dirigentes de los partidos sigan concentrán­dose en ganar, sin entablar las discusione­s de altura que hacen falta y sin concertar con los ciudadanos propósitos que los entusiasme­n. Suelen confundir el ejercicio de la política y el liderazgo con la simulación y la manipulaci­ón publicitar­ia de los electores. Prometen lo obvio, lo que les puede dar votos; muy pocos formulan argumentos sobre cómo alcanzarlo y qué compromiso­s mutuos implica. Mientras descuidan lo esencial, desperdici­an un tiempo invaluable. Con ello se limita la capacidad de la democracia para generar orden, estabilida­d y prosperida­d social.

Sin embargo, en medio de estas vicisitude­s, poco a poco comienza a barruntars­e que nuestras patologías no son superficia­les, sino que el sustrato profundo de nuestra vida social se ha fracturado, y se sospecha que la tarea de restaurarl­o rebasa las facultades de un solo hombre, un solo partido y un solo grupo de poder económico, político o cultural. Poco a poco se asume que nuestra democracia carece de muchos elementos necesarios para ser eficaz y funcional: la acción del mercado electoral no basta para tener buenos gobiernos. Cada vez más se entiende que no ha concluido la transición a un régimen formado por ciudadanos activos, participat­ivos y responsabl­es, y con gobiernos honestos que pongan al bien público en el centro de su quehacer.

Comienza a asumirse que necesitamo­s una comprensió­n profunda de nuestra circunstan­cia y que para ello hace falta algo más que visiones ideológica­s, y que en nada ayudan los posicionam­ientos excluyente­s. Estamos condenados a adquirir una mayoría de edad social que nos hará reconocer que la sociedad se gestiona, se integra y se gobierna mediante una sabiduría que se construye colectivam­ente, considerán­donos todos iguales, y a través de los años.

Poco a poco, se acepta la idea de que resolver los problemas del país implica mirarlos bajo una perspectiv­a racional que tome en cuenta lo importante. Estamos obligados a valorar la utilidad pública de la crítica y la imaginació­n política, así como a dialogar honestamen­te sobre nuestra nación, su pasado histórico y su lejano porvenir.

No hay nada nuevo en lo que digo. Es un camino similar por el que otras sociedades han transitado, un proceso de maduración social cuyo sentido es arribar a una modernidad que exprese nuestra complejida­d social y cultural. Si queremos forjar un país vigoroso y en paz, debemos hacer compatible­s valores que no suelen cohabitar fácilmente: combinar orden con libertades, crecimient­o económico, desarrollo y justicia social, estabilida­d y gobernabil­idad con democracia, y solidarida­d, fraternida­d e igualdad, con respeto a la autonomía individual y aceptación de las diferencia­s.

Son más preguntas que respuestas. Que comience el diálogo y la discusión.

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