Tres tristes tigres fue editada hace 50 años A manera de homenaje
Publicamos un fragmento de un ensayo en el que el escritor uruguayo reflexiona sobre la novela en la que Guillermo Cabrera Infante recrea La Habana
Tres tristes tigres, La Habana para un Infante difunto, Cuerpos divinos, La ninfa inconstante, Mapa dibujado por un espía, son ejemplos de la literatura considerada como una indiscreción. Una literatura, primero, que, en su despliegue, añora y rebusca una edad de oro en que la imaginación y la ficción dominaban, felices; y segundo, una indiscreción que, al desnudarse y al com-partirse, divertida, es controlada por el arte y recreada por la lengua. “Considero la vida una novela”: afirmaciones de esta clase abundan en los libros de Guillermo Cabrera Infante, y los recortan, los gobiernan y los definen. Los libros son, en su universo, textos autosuficientes en su contenido y flexibles en su continente, y lo único que debe tenerse en cuenta, al leerlos, es el estatuto literario que instauran; en ese estatuto cualquier pirueta o manipulación literarias están permitidas y la frontera que separa la mentira de la verdad y la vida real de la memoria de la vida real es realmente una región misteriosa, delgada, inquietante, elástica. Es un universo, entonces, en el que los símbolos, los signos y las ideas que lo crean adquieren una tal potencia que los convierte en relevantes para él, en imprescindibles componentes de un mecanismo rector. Y es, por fin, y si más se cava en él, un universo que, al explotar las posibilidades del idioma con una inagotable y Tres tristes tigres libérrima capacidad de invención literaria, y con una conjugación explosiva de sus registros populares y sus recursos elitistas, alcanza una insólita dimensión joyceana en su dominio del español cubanizado —una dimensión, por cierto, nunca lastrada por impedimentas sabihondas y/o enigmáticas…
Releído ahora, a cincuenta años de distancia, Tres tristes tigres acentúa su condición de denuncia entre La Habana que crea y recrea en sus páginas y La Habana que las sempiternas fotografías nos muestran de una ciudad de autos destartalados y fachadas de edificios rotos ascendida a la categoría icónica de un museo muerto, contaminado de irrealidad y anestesia. El contraste entre la ciudad del libro y la ciudad ahora verdadera es, por supuesto, el contraste entre un mundo real y un mundo inventado, entre una realidad artificial y una realidad circunstancial; pero allí la gran metáfora que se yergue y se muestra airosa es la de la capacidad del arte, con su inexorable congruencia interna, para torcerle el cuello a lo coyuntural, a lo meramente físico. Y esta comprobación, en su rotundidad inapelable, nos lleva a recordar que Guillermo escribió gran parte de sus libros contra la desmemoria y a favor de la memoria, contra una Cuba adjetiva y a favor de una Cuba ensoñada. Él sabía que no alcanza con habitar un mundo —que el decreto que manda en quien es un artifex es el de inventarlo—. Por eso, y como punto a destacar en sus alcances, el collage que teje TTT de la realidad, y el retrato que de ella construye, son un microcosmos cuya piedra de toque es que el autor no es refractario al mundo que era el suyo sino exactamente al revés: desde el residuo (el refuse, sí,de la jerga freudiana), desde los vestigios que de él sobreviven, el mundo real se filtra en el libro en forma de mundo fantasmagórico, y ese trámite le insufla ocurrencia inventiva y consecuencia vital. Le insufla, también, una autoridad didáctica más creíble que cualquier manual escolar —y más si el manual es redactado en un país comunista—. ¿Cuántos cubanos hoy jóvenes, o no tan jóvenes, pueden re-conocerse en ese collage literario que es también un collage histórico y un collage sociológico: una stilllife pedagógica? Hay que confiar que en tal posibilidad abierta de re-conocimiento se active ese rasgo peculiar que se cumple en todo gran talento, en todo observador fértil, como lo era Guillermo, y que se manifiesta en el hecho de que en sus piezas persiste un retazo de pueblo, un jirón de sentimiento popular, una veta aborigen —algo así como un arcano patrio—. Ojalá que los cubanos actuales, si encuentran la oportunidad de hacerse con el libro, sepan descubrir y aquilatar esa huella ya remota en el legado de Guillermo —un Guillermo que era consciente, además y sin duda, de que la imaginación literaria pierde eficacia si prescinde de la adhesión a the real thing.
“Quiero ser fiel a mi memoria aunque mi memoria me sea infiel” —afirma el narrador de La Habana para un Infante difunto, el libro que pone por escrito la educación sentimental, cultural y sobre todo sexual del muchacho que en el primer capítulo sube las escaleras de mármol de la casa situada en la calle Zulueta, número 408, señas que devendrán tan míticas como la caverna (¿materna, femenina?) de las salas cinematográficas—. TTT cuenta, en su curso vehemente y en su decurso loco, las correrías de los personajes centrales con el narrador vuelto hombre maduro —es decir, ya difunto el infante—. No obstante, uno y otro título recrean la lost city, esa Habana a la que Guillermo aludirá en el guion nonato que escribiera para su amigo Andy García. En ambos títulos la memoria y la nostalgia se yerguen como fuerzas sensibles contra el humus de la desmemoria y la pérdida y la separación y se ayuntan con la historia; historia y memoria y nostalgia se dan la mano y unas y otras se penetran y comentan y entre ellas se ayudan para aquí prestigiar y más allá corregir a la realidad, para lograr encarnarse en historia.