Sinfónica Nacional rinde homenaje a Stanley Kubrick en Bellas Artes
El mundo del realizador estadunidense Stanley Kubrick (1928-1999) cobró vida la tarde de ayer en la Sala Principal del Palacio de Bellas Artes, donde la Orquesta Sinfónica Nacional ofreció su programa 19 dedicado a la música de las bandas sonoras de icónicas películas del director de Naranja Mecánica.
Con la introducción del crítico Juan Arturo Brennan, la Sinfónica celebró a quien es considerado uno de los cineastas más influyentes del siglo XX, quien destacada tanto por su precisión técnica como por la gran estilización de sus películas y su marcado simbolismo.
El programa estuvo compuesto por las obras “Música ricercata II”, de György Ligeti, de la película Ojos bien cerrados, una pieza para piano que suena de manera tétrica; continuó con la Obertura “La urraca ladrona”, de Gioacchino Rossini, de la cinta Naranja Mecánica; seguida de “Adagio de Gayaneh” de Aram Jachaturian, de la película 2001: Odisea del Espacio.
La primera parte cerró con “Sarabanda”, del compositor Georg Friedrich Hándel, de la cinta Barry Lyndon, tema que también fue escuchado en el corredor Ángela Peralta, en las afueras del Palacio de Bellas Artes, donde se instaló una gran pantalla.
Por más dos horas, los presentes quedaron encantados con la musicalización de las piezas bajo la dirección de José Luis Castillo y la proyección de material visual.
“A manera de postludio: como admirador profundo de Kubrick que soy, me causó pena especial su prematura muerte. Y digo prematura porque si alguien merecía llegar vivió al año 2001, celebrarlo y disfrutarlo, ese fue Stanley Kubrick”, señaló Brennan.
Para la segunda mitad sonaron “Así habló Zaratustra; Introducción”, de Richard Strauss; “Main Tittle” de Alex North; “Obertura de Guillermo Tell”, del compositor Giachinno Rossini; “Atmosferas”, de Gyorgy Ligeti; “Marcha de Idomeneo”, de Wolfgang Amadeus Mozart, y el “Vals núm.2 de la Suite para orquesta de jazz número 2”, de Dimitri Shostakovich.
Al final, los presentes rindieron un fuerte aplauso tanto a los sinfónicos como al crítico, quienes agradecieron la distinción. n pelotón de soldados británicos venda los ojos de la tripulación del buque petrolero San Onofre. Uno a uno, los marineros pierden la posibilidad de reconocer la ruta al misterioso puerto donde están. Los ingleses lo hacen para evitar el espionaje y poner en riesgo el estratégico sitio utilizado para descargar el petróleo que México provee a los países aliados.
El buque tanque es remolcado hasta mar adentro por una fragata inglesa, que una vez cumplida su misión, regresa a la costa. Por su parte, el capitán del San Onofre enfila rumbo al continente americano, pero con dirección noroeste, pues fue advertido sobre los submarinos alemanes que merodean la ruta, y es necesario evitarlos.
Al amanecer, mientras el capitán intenta bordear una tormenta que se desprende del Mar Ártico, el radar les indica la presencia de un submarino. Sin pensarlo, el comandante da un golpe de timón para dirigirse directo a la tormenta, pues él considera que es la mejor forma para escapar de la peligrosa armada nazi.
Después de tres semanas de huir a través de terribles marejadas y con el combustible a punto de terminarse, el barco por fin navega en aguas tranquilas, las cuales son franqueadas por miles de trozos de hielo y grandes témpanos que se pierden en el horizonte.
Aunque el San Onofre se encuentra prácticamente a la deriva, el protocolo de seguridad les exige el mayor silencio posible para no ser detectados por los sonares enemigos, por lo que no pueden enviar ningún tipo de señal de auxilio.
Mientras pasan los días en el congelante silencio, el hambre no es la principal preocupación de los marineros, pues afortunadamente el barco fue cargado por toneladas de víveres antes de zarpar del misterioso puerto inglés. Sin embargo, el frío descomunal que comienza a sentirse es el principal problema dentro de la nave, pues están a punto de agotar el combustible y el capitán da la orden que se use sólo para calentar comida.
No obstante que el panorama del navío es incierto y sombrío, el ánimo en la tripulación no decae. Por el contrario, a pesar del frío que les congela las entrañas, los marineros realizan sus labores con el mejor de sus esfuerzos. Lo anterior se debe a los buenos alimentos y sobre todo a las dosis diarias de café que consumen todos en el barco y que catalizan la zozobra de la tripulación.
Un tarde, con más de un mes a la deriva, un marinero observa a lo lejos un barco que también navega discreto entre icebergs, casi en penumbras. El capitán ordena lanzar una serie de bengalas de auxilio. Por su parte, el otro barco, al observar las señales, enciende sus luces y a toda máquina se dirige al San Onofre. Se trata de un carguero canadiense que también se extravió por huir de los nazis.
En el carguero, coincidentemente, había sobradas reservas de combustible, pero había agotado su dotación de alimentos. Al unir las amarras, ambos capitanes negociaron lo más justo, café y alimentos por remolcarlos a puerto seguro. Continuará… Sucesos reales vividos por Domingo Riveroll, jefe de máquinas del San Onofre, 1940