Thomas Piketty: las instituciones pueden mejorarse
De manera inesperada llamó mi atención un libro: la más reciente traducción al español de Thomas Piketty, el economista que hace pocos años saltó a la fama mundial con su largo y riguroso ensayo, El capital en el Siglo
XXI, donde explica la desigualdad y la concentración de la riqueza en el mundo contemporáneo.
No dudé en comprarlo. Es diferente a El capital: recoge publicaciones cortas que fueron destinadas a la prensa en las que comenta los problemas de Europa frente a la crisis económica de 2008, de la que aún no sale, el desempleo y los recortes presupuestales, el Brexit, y el repliegue hacia la xenofobia y los partidos ultranacionalistas.
Lleva por nombre uno de los artículos que lo componen: ¡Ciudadanos a las urnas! En este escrito, Piketty exhortaba a sus lectores a votar en las elecciones para representantes ante el parlamento europeo. Su esperanza era que el socialdemócrata alemán Martin Schultz llegase a presidir la Comisión Europea y desde allí impulsara reformas que dieran a la Unión Europea mayor capacidad de control sobre las economías de cada país, sus deudas públicas y sus sistemas fiscales, pensando que ello podría ayudar a Europa a superar la crisis.
Pero hay que comenzar la lectura por el prólogo, en el que Piketty expone su visión histórica y política de la época contemporánea y sus problemas.
Unas ideas que de entrada llamaron mi atención se contienen en este largo párrafo que ofrece muchas enseñanzas para los mexicanos ahora que nos encontramos en los albores de un nuevo proceso electoral:
“...la democracia reposa sobre la confrontación permanente de ideas, el rechazo a certidumbres prefabricadas, y la renovada decisión de, sin concesiones, poner en entredicho instancias de poder y dominación. Las cuestiones económicas no son cuestiones técnicas, que deberían quedar libradas a una reducida casta de expertos. Son eminentemente políticas; con relación a ellas, cada cual debe tener discernimiento para formarse su propia opinión, sin dejarse impresionar”.
¿Así o más clara esta postura en favor de desnudar el lenguaje pseudointelectual con el que los tecnócratas pretenden disimular el contenido y las consecuencias reales de las políticas que recomiendan y aplican? Además, ataca las concepciones de la democracia que la reducen a la mera cuestión electoral y desatienden su potencial de emancipación con respecto a los poderes establecidos, fácticos o no.
Piketty remata con un corolario que nos recuerda que la historia no es un libreto cerrado sino un haz de posibilidades abiertas a la acción humana:
“No hay leyes económicas: sencillamente existe una multiplicidad de experiencias históricas y de trayectorias a la vez nacionales y globales, hechas de bifurcaciones imprevistas y de bricolages institucionales inestables e imperfectos, en cuyo seno las sociedades humanas eligen e inventan diferentes modos de organización y de regulación de las relaciones de propiedad y de las relaciones sociales.”
Leer a Piketty me hace pensar en una tesis marxista: una causa de la dominación y las diferencias de poder reside en las instituciones que regulan las formas de apropiación y distribución de la riqueza.
El poder de los economistas-tecnócratas, que dirigen las instituciones bancarias centrales y las entidades reguladoras del gasto público y los impuestos, radica en que venden un discurso que hace aparecer sus decisiones como neutrales. Por ejemplo, alegan que es imposible garantizar los derechos sociales, que las deudas públicas se tienen que pagar forzosamente y que no hay más salidas que recortar programas sociales y establecer medidas de austeridad en vez de invertir en educación, infraestructuras públicas y políticas de innovación.
Estas son las tesis que Piketty discute en su libro. En última instancia, la manera de atacar las desigualdades e impulsar una sociedad de bienestar reside en transformar y democratizar las instituciones y las políticas. Piketty cree que es posible:
“... en el fondo todo puede revertirse... quiero ser optimista porque pienso que los hombres y las mujeres tienen infinita capacidad de cooperación y de creación, sin importar cuán escasas sean las ocasiones en que crean para sí buenas instituciones. Los hombres y las mujeres son buenos; las malas son las instituciones, y son mejorables. La esperanza sigue en pie, porque nada hay de natural o permanente en la solidaridad o en su ausencia: todo depende de los compromisos institucionales que uno asuma. Ninguna ley natural hace que los habitantes de Ile-de-France o los bávaros sean más solidarios con los nacidos en la zona de Berry o con los sajones que con los griegos o los catalanes. Las instituciones colectivas que uno crea para sí --instituciones políticas, reglas electorales, sistemas sociales y fiscales, infraestructuras públicas y educativas-- permiten que la solidaridad exista o desaparezca”.