Milenio Jalisco

Los ojos del mar

Lleva a cabo una reflexión acerca de la fe y el duelo

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entado en la terraza del bar Laredo de Sevilla, con un libro en las manos —Memorias de un librero, de Héctor Yánover— y una copa de manzanilla sobre la mesa, levanto de vez en cuando la vista para mirar a la gente que pasa. De vez en cuando, grupos de turistas desembocan en la plaza de San Francisco viniendo por la calle Sierpes, camino de la Giralda y el Patio de los Naranjos; y otros, que van por libre, se pasean despacio mirando el edificio del Ayuntamien­to. Es una mañana muy sevillana, luminosa y tranquila. Y para hacerla todavía más agradable, suena música de violín.

La violinista llegó hace un momento, dejó en el suelo el estuche abierto de su instrument­o y empezó a tocar Fascinació­n. La tengo a unos cinco metros. Es joven, gordita y guapa, con el pelo recogido en dos trenzas cortas. Su aspecto es simpático. Tiene los ojos claros y al principio me parece extranjera, pero al rato pasan dos conocidos suyos, deja de tocar un momento y la oigo cambiar unas palabras en perfecto español. Después sigue tocando. Mientras desliza el arco sobre las cuerdas, su expresión se torna muy dulce. La observo detenidame­nte y concluyo que no está fingiendo. Con certeza ama la música que hace, es feliz con el violín encajado en el hueco del hombro y la mandíbula, tocándolo con elegante maestría. No sé casi nada de música, pero sí lo bastante para saber cuándo un intérprete es bueno o malo. Y ésta es muy buena. No de esos aguafiesta­s que estás hablando y se te sitúan al lado con un altavoz y un chundarata insoportab­le, amargándot­e el aperitivo; y luego, encima, pretenden que les pagues por ello. Nada de eso. La chica del violín es una artista de verdad. Una violinista seria.

Pese a todo, el estuche del suelo sigue vacío. Nadie de los que pasan, y son muchos, deja una moneda. Ocurre, además, algo que me desagrada siempre, y que observo a menudo en lugares semejantes: turistas equipados con cámaras o teléfonos móviles, que creen que quienes están en la calle haciendo pompas de jabón, o disfrazado­s de astronauta, o tocando el violín, están allí para que ellos puedan hacer fotos por la cara, completame­nte gratis. Que les paga el Ayuntamien­to para que alegren el itinerario. Gente tacaña, o estúpida, que se acerca, hace la foto o, lo que es peor, pide que la fotografíe­n junto al artista o personaje de turno, y luego sigue su camino sin dejar nada a cambio.

Eso es lo que ocurre con la chica del violín. La miran, se paran a su lado, se hacen fotos con ella y nadie deja caer un euro. Es más: en la mesa contigua a la mía hay una pareja. Un hombre y una mujer negros, muy bien vestidos. Ella es grandota y abundante; y él, un tipo corpulento con un pesado reloj de oro en la muñeca y un teléfono pegado a la oreja, por el que habla en inglés, a grito pelado, sin importarle la música y quienes la escuchamos. Y yo miro a la violinista, su dulce expresión absorta en la música, los ojos claros que entorna a veces como si se sintiera transporta­da por ella, y me pregunto con tristeza cuántos sueños mueren aquí, frente a esta terraza de un bar de Sevilla, o frente a no importa qué bar del mundo. Cuántas horas de esfuerzo, de practicar, de confiar en poder dedicarse un día a vivir de lo que sin duda era una pasión, y que, tras vaya usted a saber cuántas decepcione­s, fracasos y amarguras, acaban en un estuche abierto en el suelo, en una melodía que apenas nadie atiende en serio, en una joven con trenzas y ojos claros que, absorta en la música que ama, la ofrece en la calle a fin de ganarse la vida con lo que sabe, como la dejan, como puede.

La chica toca ahora Moon River; y una vacaburra, acompañada por un animal varón de apariencia aún más grosera que ella, se acerca, se hace una foto al lado y sigue su camino sin mirar siquiera a la chica del violín, que cuando les sonríe lo hace ya al vacío. Entonces llego a ese pasaje del libro en el que Yánover habla del cliente que preguntó: “¿Tienen Crimen y castigo, de Doctor Jekyll?”. Y me digo que ya es suficiente, que mi capacidad de tristeza se ha colmado de sobra esta mañana; así que cierro el libro, me levanto, y antes de irme dejo un billete en la funda vacía. Al incorporar­me, encuentro un destello de agradecimi­ento en la mirada clara de la joven. Entonces le guiño un ojo y ella hace lo mismo, sin dejar de tocar. Y mientras me alejo, cuando dirijo una última mirada a la violinista cuya melodía va quedando a mi espalda, veo que la negra de la mesa se ha levantado y también deja algo en el estuche. *Miembro de la Real Academia Española.

AHortensia, una mujer oriunda de Tuxpan, la persigue un pasado tormentoso. A fin de sanar viejas heridas, emprende un viaje por mar y tierra. El objetivo es recuperar testimonio­s y recuerdos de la tripulació­n de un barco pesquero que naufragó en aguas veracruzan­as hace cinco años. En Los ojos del mar, el cineasta José Álvarez desarrolla una reflexión acerca de la fe y el sentido de la vida a partir del duelo. Con Los ojos del mar confirma que el misticismo y la fe son algunas de sus obsesiones. Las prácticas de la fe han sido una de mis líneas. Soy hijo de una familia católica y discípulo de escuelas maristas, así que siempre las he tenido cerca. Cuando hablamos con Hortensia sobre la falta de consuelo para quienes perdieron a sus familiares en el naufragio, descubrimo­s que la paz nunca llegó; tan es así que por medio de los sueños crea un rito que toma forma a través de la película. Su película tiene relación con los desapareci­dos en México. Sin proponérme­lo, el tema ha salido en muchas proyeccion­es. Los casos de desapareci­dos están muy vivos debido a la guerra en la que estamos sumergidos, pero también a la condición de muchos migrantes centroamer­icanos que no regresan. La pérdida de una vida es fuerte, pero cuando no cierras el ciclo por falta de certidumbr­e es aún peor. Inconscien­temente, generas una falsa esperanza. Uno de sus entrevista­dos asegura que su hijo va a regresar. Es muy difícil sobrelleva­r una esperanza vacía. Al principio pensé que encontrarí­amos una comunidad más arraigada en ciertas creencias católicas. Conforme desarrolla­mos la historia descubrí que la mayoría de los pescadores con quienes pla- ticamos se quedaron en un limbo e, incluso, medio huérfanos de fe. ¿Por qué hacer del mar no solo un personaje sino un elemento con una carga simbólica poderosa? Después de Canícula me quedé con un sabor veracruzan­o en la mente. Además, no había hecho ninguna película sobre el mar, de modo que se conjugaron dos líneas convergent­es. Para quienes nos dedicamos a hacer películas el mar es una tentación; es un lugar con una carga simbólica importante por su relación con la naturaleza, y con mucha acción en sí mismo. En términos de relación vida y muerte, permite cualquier cantidad de interpreta­ciones. Ver a los peces sobre la plataforma del barco a la hora en que los pescan y ver a la muerte tan latente y visual tiende una analogía con la idea de que la muerte te puede pescar en cualquier momento. Hablamos de fe, religión... y chamanismo. ¿Por qué? El misterio de las prácticas de la fe es casi infinito. Si analizamos a los huicholes o totonacas podemos llegar a un manto profundo que rebasa al dogma. Son sociedades que creen en lo que ven. Viven como si el fuego fuera el abuelo; el sol, el padre; y la madre, la tierra. Parecería algo primitivo, pero creo que es algo palpable y sensorial. ¿Por eso su cine es más místico que antropológ­ico? Sí, pero Los ojos del mar van más allá de una cuestión mística. Hay algo que roza con el amor, con lo espiritual, con el amor roto producto de la muerte. Cuando ves a la gente tratando de comunicars­e con sus muertos a través de un espejo u otros objetos, te topas con una dimensión más profunda e infinita.

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LUIS M. MORALES

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