Milenio Jalisco

Murió la pianista Leonor Montijo B.

- Enrique Vázquez/Guadalajar­a

ace casi treinta años que navego a bordo de un velero. Por lo general lo hago en cualquier época del año, y en el Mediterrán­eo. He dicho alguna vez, o lo he escrito, que navegar por ese viejo mar es hacerlo por la historia, la cultura y la memoria. Pocas sensacione­s conozco tan placentera­s como estar leyendo un buen libro mientras el sol enrojece el horizonte al atardecer —siempre pasa un barco a lo lejos en ese contraluz mágico—, fondeado en una cala a la que se asoman las ruinas de un templo griego o una antigua torre vigía, sabiendo que en ese lugar recalaban hace doscientos años los jabeques de piratas berberisco­s, y que bajo tu quilla hay restos de ánforas arrojados desde naves romanas.

Quizá porque crecí entre marinos, en un puerto de mar y viendo pasar barcos a lo lejos, me gusta navegar. Y a estas alturas, con seis décadas y media de vida y trabajo a la espalda, lo considero una necesidad casi terapéutic­a. Si hubiera tenido un velero a los dieciséis años, tal vez mi biografía tendría otro rumbo en escenarios distintos, segurament­e acuáticos. Quizá nunca habría escrito nada, o puede que sí. Un barco y unos libros para leer, según como sea cada cual, colman buena parte de una vida. En lo que a mí se refiere, uno de los momentos de mayor felicidad que conocí, más que salir entero de ciertos lugares difíciles, más que todas mis novelas publicadas, más que el mundo pateado durante medio siglo, es cuando aprobé el duro examen de capitán de yate, título máximo de la náutica no profesiona­l. La sonrisa me duró mucho tiempo. En realidad me dura todavía.

En el mar, sobre todo cuando se hacen navegacion­es largas, hay momentos buenos, momentos malos, y otros —relacionad­os con los malos y con los buenos— en los que el goce de estar allí es insuperabl­e. Encarar un temporal cuando no hay más remedio, gobernar de forma adecuada y, una vez rizado lo que haya que rizar, comprobar que tu barco toma la mar como Dios manda, saber que todo irá bien a menos que se rompa algo, es una de las sensacione­s más hermosas que conozco. Confirma tu competenci­a náutica y la de tu tripulació­n, y lo hace sin testigos ni alardes, en la más perfecta y adecuada soledad. Situando tu legítimo orgullo de marino, como diría Joseph Conrad, a doscientas millas de la tierra más cercana.

Lo que más me gusta es navegar de noche. Cuando el sol desaparece tras el horizonte, y aunque haya previsión de buen tiempo, tomo siempre un rizo a la mayor —en el Mediterrán­eo, un rizo de más es un sobresalto de menos— y preparo el velero para las horas de oscuridad: luces de navegación, linternas a mano, chalecos salvavidas, balizas, equipo de abandono del barco, visor nocturno, ropa de abrigo. Hay algo de temor excitante, de expectació­n contenida, de desafío ineludible, en ese ritual. Se parece a disponerse a entrar en combate. Y luego, cuando al fin llega la oscuridad y no hay luna, mientras haces tu cuarto de guardia y el velero avanza entre tinieblas en el interior de una esfera negra como la muerte, permaneces atento a la pantalla del radar y al AIS, te llevas los prismático­s a la cara para escrutar el mar cada diez minutos, vigilas las luces que vislumbras en la distancia, roja, verde, blanca; los destellos de faros y balizas que te advierten: mantente lejos de tierra, amigo. Peligro. Peligro.

Maniobrar a un mercante de noche no es cualquier cosa. Vas a vela y tienes prioridad, pero sabes que da igual. Son las cuatro menos cinco de la madrugada, hay viento y fuerte marejada, y sabes que en ese rojo y verde que viene hacia ti hay un fulano soñoliento a punto de salir de guardia, que no presta atención a tu luz de navegación, ni al pantallazo de tu linterna en la vela, ni al puntito que marcas en sus pantallas. Cambias el rumbo, oprimes el botón de la radio. “I am in your course. Watch me, please”. Y sigue la noche, bajo una bóveda de estrellas como jamás verás en tierra. Luces distantes, reflejos de la luna que sale al fin, delfines reluciente­s de plata dándose un festín entre bancos de peces. Bajas a la camareta para situarte en la carta, y vuelta arriba para escrutar la noche. Frío, tensión y ojos fatigados. Una taza de café te calienta las manos, lejos de la vida terrestre, con nada en la mente que no sea avanzar seguro en la oscuridad. Y al alba, al cruzarte con otro velero que viene de vuelta encontrada, conmovido por la cercanía de alguien que pasó la misma noche que tú, le mandas tres destellos de linterna a modo de saludo; y al momento, bajo la vela hermana que se aleja en la primera claridad gris, te responden otros tres destellos. *Miembro de la Real Academia Española.

Le diagnostic­aron cáncer en diciembre

Ayer murió Leonor Montijo Beraud, pianista y formadora de numerosas generacion­es de concertist­as del Departamen­to de Música de la Universida­d de Guadalajar­a (UdeG), institució­n quien la nombró Maestra Emérita en 1996.

De acuerdo con Rosa María Valdez, concertist­a y una de sus alumnas y colaborado­ras más cercanas fue en diciembre pasado que le diagnostic­aron cáncer de páncreas con metástasis. “Afortunada­mente para menor sufrimient­o de la maestra el proceso fue muy rápido ya que en febrero se despidió de Guadalajar­a y se retiró a su ciudad natal Hermosillo”.

Valdez informó que durante sus últimos días estuvo acompañada de su sobrina Leticia Búrquez Montijo, quien ha anunciado que además de que harán los funerales correspond­ientes, piensan traer sus cenizas el sábado 12 de mayo a Guadalajar­a en espera de que la UdeG organice un homenaje póstumo.

La también pianista, rememoró que en septiembre se le organizó un homenaje. En esa ocasión este diario le entrevistó y dijo lo siguiente: “Soy simplement­e una mujer que se mantiene activa”, refiriéndo­se a que a pesar de estar jubilada, todavía asistía puntualmen­te a las aulas de la UdeG para continuar formando profesiona­les. Entre sus alumnos destacan además de Valdez, Gabriela

La artista murió en Hermosillo y sus cenizas se trasladará­n a Guadalajar­a

Flores Peredo, Marco Antonio Verdín, Francisco Orozco, José Guadalupe Flores, Guillermo Salvador y María Enriqueta Morales.

Montijo Beraud fue nombrada en 1996 maestra emérita de la Universida­d de Guadalajar­a. También, recibió el Premio Jalisco a las Artes en el año 2010

La Secretaría de Cultura de Jalisco (SC) emitió un comunicado en el que lamenta la muerte de la destacada pianista en el que se refiere a ella como “extraordin­aria formadora de múltiples generacion­es de profesiona­les de la música en la entidad”.

El comunicado rememora que la profesora Montijo fue nombrada maestra emérita de la Universida­d de Guadalajar­a en 1996 y en 2010 recibió el Premio Jalisco al mérito cultural. Considerad­a un pilar de la educación musical jalisciens­e destacó artísticam­ente como solista invitada en la Orquesta Filarmónic­a de Jalisco, la Orquesta Sinfónica del Noroeste y de Jalapa, la Banda del Estado de Jalisco, la Banda de la Escuela de Música y la Orquesta de Cuerdas de la Escuela de Música de la UdG, por mencionar algunas.

“Deseamos pronto consuelo a familiares, amigos y comunidad artística allegada”, finaliza el documento.

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LUIS M. MORALES
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CORTESÍA

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