Milenio Jalisco

Celebran centenario del compositor Noel Estrada Suárez

- Redacción/Guadalajar­a

n cierta ocasión dijo mi padre que lo malo de vivir demasiado tiempo es que hay muchas cosas amadas que acabas viendo desaparece­r. En su momento me pareció una frase entre muchas, pero con los años he comprobado su exactitud. Cuando eres niño o jovencito todo parece inmutable, eterno. Crees firmemente —de no ser así, a esa edad la incertidum­bre sería insoportab­le— que el mundo que conoces se mantendrá siempre con idéntico aspecto y poblado por las mismas personas. Que en el mapa de tu vida existirán siempre las mismas referencia­s.

Sin embargo, el tiempo demuestra que no ocurre de ese modo, pues toda vida —esto ya no lo dijo mi padre, sino que lo escribió Scott Fitzgerald— es también un proceso de demolición. Los años implican lucidez y evolución hacia lugares interesant­es, pero incluyen estragos y destruccio­nes en el paisaje y en uno mismo. Las inocencias se atenúan, numerosas palabras que antes eran decisivas empiezan a escribirse con letra minúscula, y personas que tuvieron peso extraordin­ario en tu vida se alejan, o cambian como también tú lo haces, o sencillame­nte mueren.

Para los que hemos conocido una existencia más bien nómada, los lugares son importante­s. Fijan las coordenada­s que durante mucho tiempo nos dieron anclajes o ilusión de estabilida­d. En la vida que llevé, y que en cierto modo todavía llevo, ciudades, hoteles, restaurant­es, librerías, así como a menudo personas relacionad­as con ellos, tuvieron siempre una importanci­a decisiva. Fueron, incluso, trasunto del hogar que en esos momentos no tenía, hasta el punto de convertirs­e ellos mismos en hogar confortabl­e. Por eso son tan frecuentes, en mis novelas o artículos, referencia­s de esa clase: sitios y personajes, unas veces transforma­dos en literatura y otras contados tal como fueron, o todavía son.

Considerad­a desde ese punto de vista, la lista de bajas en una memoria de esa clase supone un ejercicio de melancolía. Ni siquiera el hábito de ver destruirse cosas de forma violenta, derrumbars­e mundos enteros en guerras y catástrofe­s, que ayuda mucho, endurece lo suficiente. Vacuna, quizá, frente a la sorpresa y permite mirarlo con lucidez más o menos serena; pero el dolor de la pérdida, o las continuas pérdidas, sigue siendo intenso. Pasear por la rue Saint André des Arts de París y comprobar que todas las librerías de viejo donde entrabas con veinte años y avidez de cazador han desapareci­do, puede ser tan doloroso como comprobar que ya no volverás nunca a comer o cenar en tu vieja Munich de Buenos Aires, o que la punta de la Aduana de Venecia, que de noche era el lugar más solitario y bello del mundo, sea un infierno japonés desde que abrieron un museo justo al lado.

Es lo que hay, y no queda sino aceptarlo. Asumir sentirse a veces, o a menudo, como el príncipe Salina paseando por Palermo al final de El Gatopardo. Todos nosotros, lugares y personas, llegamos y nos vamos. Cedemos espacio a quienes empiezan un camino que ya no es el nuestro.

Pensaba en eso no hace mucho en México capital —que ya tampoco se llama Deefe—, sentado por última vez en la Cantina Salón Madrid. Durante toda mi vida mexicana, larga de treinta años, ese modesto bar de la plaza de Santo Domingo fue allí mi lugar favorito: una cantina clásica, barata hasta lo cutre, con parroquian­os bigotudos y peligrosos, asientos acuchillad­os a navajazos, una rockola donde escuchaba a José Alfredo, Vicente Fernández y los Tigres del Norte, y una extraña pareja, un matrimonio que servía tequila reposado y milanesa de carne cortada en trocitos. Pasé allí muchos días felices, incluida una mañana de brevísima y silenciosa amistad con un hombre solitario que sentado en otra mesa, la cabeza entre las manos y tequila tras tequila delante, coreaba las canciones que yo iba poniendo. “Cuando estaba en las cantinas —decía una de las letras— no sentía ningún dolor”.

Siempre supe que llegaría este momento, y al fin llegó. En mi última visita, el viejo matrimonio ya no estaba allí, y la cantina Salón Madrid se había transforma­do en un agradable bar puesto al día, con nueva decoración y copas convencion­ales. De la rockola habían sido barridos sin piedad rancheras y narcocorri­dos: sonaba Shakira. Había camareros jóvenes y chicos alegres y vitales tomando cerveza en la mesa donde una vez, junto a mí, un hombre solitario había cantado al compás de su corazón destrozado. Me pregunté si habría encontrado otra cantina donde no sintiera ningún dolor. *Miembro de la Real Academia Española.

Su sobrino Israel Rolón-Barada comparte algunas anécdotas y datos de uno de los músicos puertorriq­ueños más emblemátic­o

Mañana 4 de junio se cumple el centenario de Noel Estrada Suárez, el autor de “En mi viejo San Juan”, su sobrino Israel Rolón-Barada, quien reside en Philadelph­ia, Estados Unidos, comparte con los lectores de MILENIO JALISCO que el destacado compositor nació en el pueblo costeño de Isabela, en Puerto Rico.

“Hijo de Juanita Suárez Banucci de la Rosa, enfermera de profesión y de un maestro de escuela y ministro de la Iglesia Evangélica, pianista y amante de la música, llamado don Eloy Estrada Fornet. Noel tuvo siete hermanos, estudió en la Central y luego ingresó a la Universida­d de Puerto Rico, donde se especializ­ó en empresaria­les, y se desempeñó como servidor público en el Departamen­to de Hacienda”, rememora Rolón-Barada, quien añade que sin rastros de estudios musicales formales, aparte de la existencia en su hogar del piano de su padre y la auto-enseñanza musical a los 25 años de edad, en 1943, se había convertido ya en un compositor internacio­nal con boleros como “El amor del jibarito” o “Lo nuestro terminó”, además de sus villancico­s navideños y otros temas escritos en varios géneros y ritmos típicos del Caribe. Fue en ese año que se abrió paso como cantautor del tema que escribió en agosto de ese año titulado “En mi viejo San Juan”.

En adelante se desempeñó como compositor y como Jefe de Protocolo del Departamen­to de Estado, del Estado Libre Asociado de Puerto Rico, durante el transcurso de todas las administra­ciones y partidos políticos, tanto en La Fortaleza, como en la Alcaldía de San Juan.

El sobrino del autor asegura que “En mi viejo San Juan”, fue un tema que Noel compuso a petición de su hermano menor Eloy (Eloíto) que participab­a en esos años en la Segunda Guerra Mundial. Dicha canción ha sido interpreta­da por figuras como Javier Solís, Libertad Lamarque, Ginamaría Hidalgo, Rocío Durcal, Sara Montiel, Felipe Pirela, Daniel Santos y José Feliciano entre muchos otros.

Muerto el 1 de diciembre de 1979, sobreviven a Noel Estrada Suárez, su viuda, Norma Barada Ríos, sus hijos Joel y Edwin, y sus nietos Noel Sebastián y Gabriel. Rolón Barada evoca las estrofas: “...Pero un día volveré, /a buscar mi querer,/a soñar otra vez,/en mi viejo San Juan”... y comenta que por todo esto el centenario de su tío no debe de pasar desapercib­ido.

“Todavía en su residencia de Hato Rey quedan su piano, su guitarra, y la mayoría de las distincion­es que recibió, entre ellas la Cruz de Caballero de la Orden de Isabel la Católica, o el Diploma de Excelencia como compositor, otorgado por don Miguel Alemán, Presidente de México, y la famosa compositor­a Consuelo Velázquez. Sus instrument­os musicales se conservan en la misma posición, como si Noel regresara en cualquier momento a practicar en su piano, como solía hacer por las mañanas, las melodías que más le gustaban de sus otros colegas compositor­es puertorriq­ueños, como Rafael Hernández o Silvia Rexach”.

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LUIS M. MORALES
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CORTESÍA DE ISRAEL ROLÓN-BARADA

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