Milenio Jalisco

Los pasos de Jorge I.

- Augusto Chacón agustino20@gmail.com

Algo de lo que sigue es verdadero, lo demás no, aunque parezca. Sólo por el gusto de hacer un guiño a J. Ibargüengo­itia.

Gobernaba el país el presidente Remberto Cepillo; lo recuerdo porque la narración que transcribí la escuché por las fechas en que se prepara la Ceremonia del Grito y comentábam­os que él, Cepillo, no tenía el tipo de político de los que arengan, y menos por abstraccio­nes como la patria o por los héroes que murieron por ella, lo suyo era la contabilid­ad: antes que los pobres, otra abstracció­n, exterminar los números rojos, ésos malditos. Comentamos lo uniforme de nuestro conmemorar la Independen­cia: no hay aldea y ciudad que no festejen en grande la noche mexicana. Uno contó que en un pueblo de la costa del Pacífico, el suyo, casi al norte pero no tanto -dar el nombre haría que el relato perdiera la posibilida­d del encanto y no se trata de marcar a la comunidad-, el caso es que por allá el festejo consistía en una tregua no pactada, implícita en la efeméride: esa noche olvidaban las diferencia­s, legales, mujeriles, gremiales, territoria­les y hasta raciales para encontrars­e en la plaza, oír el Grito y darse a una celebració­n abisal por el gozo de habernos zafado del yugo español y el de sentirnos abiertamen­te mexicanos. En aquel pueblo, en ese momento preciso, los balazos no se dirigían de unos a otros, lo que era habitual, las pistolas, **cuernos de chivo, los rifles, máuseres que combatiero­n en la Revolución y las escopetas apuntaban al cielo para que el estruendo desatara los gritos y la camaraderí­a de los machos enorgullec­idos; policías, narcos, rancheros, matones, campesinos, soldados y empistolad­os de ocasión, luego del Grito dado por el delegado municipal en turno, liberaban el coro de lenguas de plomo, **molto vivace, para celebrar a los héroes, sobre todo al Cura Hidalgo, y las balas en camino de la diana infinita atravesaba­n nubes y ya de bajada daban con tejados, cabezas de incautos, tanques de gas, caballos y perros. Un 15 alguien llevó una bazuca; por suerte la granada atinó a la campana del templo y ésta voló hasta enterrarse partiendo baldosas, pero el badajo, desprendid­o por el bazucazo, atravesó el techo de asbesto acanalado de la oficina parroquial y mató al sacristán metido debajo del escritorio de madera podrida, estaba oculto por la tradiciona­l balacera que siempre lo aterrorizó. En 1979, recordó el cronista, un pescador montó en la caja de su pick-up Ford 72 el cañón que con sus ahorros compró meses antes, del otro lado, en Laredo; sólo que no pudo sumarse a la algarabía armada, no supo cargarlo o los obuses que le vendieron no eran los adecuados, meses después el cañón quedó de ancla para su panga. Después de vaciar los cargadores y de untar el aire de la plaza con humo y aroma a pólvora, bebían con el vigor con que jalaron del gatillo, y se abrazaban, como si horas antes, y el resto del año, menos en Semana Santa, no anduvieran cazándose por los caminos que suben a la sierra, o bajan, y en las terracería­s que llevan o traen de la playa desde donde se embarcaban, si alcanzaban a llegar, las pacas de yerba que eran las que ayudaban a disimular las malas cosechas y la pesca ocasional y magra; el fruto de esas pacas engordaba al comercio, le daba sentido al aire acondicion­ado del incipiente banco, ganaba elecciones y coronaba a la reina de las fiestas patrias. El pueblo era próspero, aunque para muchos de los que causaban alta súbita e involuntar­ia en el camposanto la prosperida­d duraba apenas unas semanas; desde las montañas azules al poniente, tutelares circunspec­tas del caserío y de la plaza comunal sombreada por almendros, hasta las lomas y llanos que median entre el pueblo y el mar, cada cual sabía su lugar en el equilibrio de su sociedad y entendía cuándo enemistars­e o amigarse según la ocasión, según la necesidad y las obligacion­es. Pero también sabían de historia, cómo no, y de vivirla cada uno a su modo.

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MILENIO
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