Los pasos de Jorge I.
Algo de lo que sigue es verdadero, lo demás no, aunque parezca. Sólo por el gusto de hacer un guiño a J. Ibargüengoitia.
Gobernaba el país el presidente Remberto Cepillo; lo recuerdo porque la narración que transcribí la escuché por las fechas en que se prepara la Ceremonia del Grito y comentábamos que él, Cepillo, no tenía el tipo de político de los que arengan, y menos por abstracciones como la patria o por los héroes que murieron por ella, lo suyo era la contabilidad: antes que los pobres, otra abstracción, exterminar los números rojos, ésos malditos. Comentamos lo uniforme de nuestro conmemorar la Independencia: no hay aldea y ciudad que no festejen en grande la noche mexicana. Uno contó que en un pueblo de la costa del Pacífico, el suyo, casi al norte pero no tanto -dar el nombre haría que el relato perdiera la posibilidad del encanto y no se trata de marcar a la comunidad-, el caso es que por allá el festejo consistía en una tregua no pactada, implícita en la efeméride: esa noche olvidaban las diferencias, legales, mujeriles, gremiales, territoriales y hasta raciales para encontrarse en la plaza, oír el Grito y darse a una celebración abisal por el gozo de habernos zafado del yugo español y el de sentirnos abiertamente mexicanos. En aquel pueblo, en ese momento preciso, los balazos no se dirigían de unos a otros, lo que era habitual, las pistolas, **cuernos de chivo, los rifles, máuseres que combatieron en la Revolución y las escopetas apuntaban al cielo para que el estruendo desatara los gritos y la camaradería de los machos enorgullecidos; policías, narcos, rancheros, matones, campesinos, soldados y empistolados de ocasión, luego del Grito dado por el delegado municipal en turno, liberaban el coro de lenguas de plomo, **molto vivace, para celebrar a los héroes, sobre todo al Cura Hidalgo, y las balas en camino de la diana infinita atravesaban nubes y ya de bajada daban con tejados, cabezas de incautos, tanques de gas, caballos y perros. Un 15 alguien llevó una bazuca; por suerte la granada atinó a la campana del templo y ésta voló hasta enterrarse partiendo baldosas, pero el badajo, desprendido por el bazucazo, atravesó el techo de asbesto acanalado de la oficina parroquial y mató al sacristán metido debajo del escritorio de madera podrida, estaba oculto por la tradicional balacera que siempre lo aterrorizó. En 1979, recordó el cronista, un pescador montó en la caja de su pick-up Ford 72 el cañón que con sus ahorros compró meses antes, del otro lado, en Laredo; sólo que no pudo sumarse a la algarabía armada, no supo cargarlo o los obuses que le vendieron no eran los adecuados, meses después el cañón quedó de ancla para su panga. Después de vaciar los cargadores y de untar el aire de la plaza con humo y aroma a pólvora, bebían con el vigor con que jalaron del gatillo, y se abrazaban, como si horas antes, y el resto del año, menos en Semana Santa, no anduvieran cazándose por los caminos que suben a la sierra, o bajan, y en las terracerías que llevan o traen de la playa desde donde se embarcaban, si alcanzaban a llegar, las pacas de yerba que eran las que ayudaban a disimular las malas cosechas y la pesca ocasional y magra; el fruto de esas pacas engordaba al comercio, le daba sentido al aire acondicionado del incipiente banco, ganaba elecciones y coronaba a la reina de las fiestas patrias. El pueblo era próspero, aunque para muchos de los que causaban alta súbita e involuntaria en el camposanto la prosperidad duraba apenas unas semanas; desde las montañas azules al poniente, tutelares circunspectas del caserío y de la plaza comunal sombreada por almendros, hasta las lomas y llanos que median entre el pueblo y el mar, cada cual sabía su lugar en el equilibrio de su sociedad y entendía cuándo enemistarse o amigarse según la ocasión, según la necesidad y las obligaciones. Pero también sabían de historia, cómo no, y de vivirla cada uno a su modo.