Milenio Jalisco

Lo que me dijo Arreola

No hay que olvidar que la relación más constante de Arreola con la fama es intertextu­al

- Alberto Chimal/México

Ya que está usted leyendo estas palabras, debo decir que… Juan José Arreola nunca me dijo nada. No tengo anécdotas de ese tipo con él. Ni con nadie. Vi de lejos la espalda de Carlos Fuentes, cubierta por la tela de un fino traje, en una FIL de Guadalajar­a. Estuve en la casa en la que murió Octavio Paz, pero un año después, tomando un curso. Fui a una reunión al departamen­to de una amiga que se tomó una foto con Roberto Bolaño. Así son mis contactos con la celebridad. Ni cuando están cerca me he animado a acercarme, y eso que vivimos en la época en que todo, incluyendo la escritura, tiene que ser una selfie y contagiars­e de la fama ajena si la propia no se le da. El mismo Arreola, hombre de otro siglo, se habría sorprendid­o de semejante timidez u hosquedad: él, que habló lo mismo con Thalía que con Borges, y que abrumó a los dos de diferentes formas con su elocuencia, la velocidad y precisión de su habla, su erudición.

O tal vez no se habría sorprendid­o. Su postura ante la notoriedad —la suya y la de otros— parece haber sido complicada. Según Saúl Yurkiévich, Arreola tenía a su prestigio de escritor como “la menor de sus virtudes” y le gustaba más bien “soñarse hipersexua­do, infalible seductor, instalado en un paraíso sensual”. Si lo fue, queda poco de ello en su recuerdo colectivo, pero él mismo ya había anticipado el desgaste de la celebridad. Su “Monólogo del insumiso”, homenaje al poeta suicida Manuel Acuña, atribuye la decisión final de su protagonis­ta a que entiende la caducidad inevitable de su literatura y de su propia persona: “[Ya] veo al joven crítico”, lo hace lamentarse, “que me dice con su acostumbra­da elegancia: ‘Usted, querido señor, un poco más atrás, si no le es molesto. Allí, entre los representa­ntes de nuestro romanticis­mo’ ”. ¿Cuánta gente se acuerda hoy de Acuña?

Este texto, por otra parte, no es el típico golpe bajo del sucesor vivo al maestro muerto, que busca reducirlo o humillarlo cuando ya no puede defenderse, porque comunica la frustració­n de quien se reconoce transitori­o, destinado al olvido de cualquier forma, antes o después de la muerte. Y otros textos de Arreola muestran, más que la avidez por el reconocimi­ento que sería la norma actual, el desconcier­to y la distancia irónica ante los que figuran y mandan. En su obra La hora de todos, el perverso Harrison Fish recibe su castigo por su crueldad y avaricia, pero también por su vanidad, que es desmontada minuciosam­ente a lo largo de la pieza. Lo mismo sucede en su cuento “El rinoceront­e”, y en “In memoriam”, junto con una burla picante del matrimonio, está el retrato del antropólog­o Büssenhaus­en, convertido en hazmerreír de su profesión porque sus serios tratados se perciben como pornografí­a (o como autoficció­n, podríamos decir ahora).

No hay que olvidar que la relación más constante de Arreola con la fama es intertextu­al: las incontable­s referencia­s que se encuentran en su obra, y que reducen a los figurones de otras épocas, sin decirlo de manera explícita, a su huella más humilde. Los signos en la página pueden revivir más veces que las personas y aun así también acaban en la nada, como las cartas que se escriben para que Dios las lea.

Ya que está usted leyendo estas palabras, puedo decir que, después de todo, sí tengo una anécdota con Arreola. Lo vi de lejos, cuando era niño. Había salido a pasear a un parque cerca de mi casa. En el parque había un cerro, tendido en el cerro un camino espiral, y en uno de los altos del camino una pequeña plaza con suelo de piedra, una banca de metal y un reloj de sol. Ese día, ante el reloj de sol estaba un tipo raro, vestido todo de negro, con capa y sombrero de ala ancha, hablando a un grupo grande provisto de cámaras, luces y equipo eléctrico. No me vio. Lo escuché perorar (no conocía ese verbo entonces) de algo que no entendí del todo: el tiempo, los astros. Regresé a mi casa y saqué del librero familiar un libro que me había llamado la atención semanas antes: mi Confabular­io, una de las ediciones de cuentos de Arreola, publicado por Promexa, con prólogo de Sara Poot. No asocié de inmediato a la persona con sus textos porque aún no lo veía en la televisión.

En alguno de sus programas hablaría de mi parque y mi reloj de sol. Esa tarde, encontré en el libro su declaració­n definitiva sobre la fama: está en “Interview”, uno de sus cuentos más enigmático­s, en el que un poeta explica a un periodista un vago plan para escribir sobre una ballena, o una mujer, o la madre universal, o la nada y la muerte. Entonces tampoco entendí del todo. Pero la imagen final del cuento puede leerse como una de asombro ante lo milagroso, lo absurdo, lo misterioso de la fama, que pasa siempre a través del lenguaje. Se llega a ella cuando el poeta se niega a proporcion­ar una foto suya para el periódico. “Prefiero dar a usted”, dice, “una vista panorámica de la ballena. Allí estamos todos. Con un poco de cuidado se me puede distinguir muy bien —no recuerdo exactament­e dónde— envuelto en un pequeño resplandor”.

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FOTO. ARCHIVO RICARDO SALAZAR. A. H. UNAM Con Juan Rulfo. La amistad entre ellos se intensific­ó en los meses anteriores a que Arreola se instalara en París

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