Telón
En Jalisco, no nada más ahí, los matan y luego los avientan a la calle o en excavaciones furtivas para salir del paso, es decir, del cadáver; unos más aparecen en vehículos y en casas; hace un tiempo a más de dos docenas los descubrieron en una sola camioneta y tampoco es extraño que algunos broten en partes. Los caminos de esos muertos terminan en el servicio médico forense, que es el nombre genérico, los muertos son poco dados a fijarse en la grandilocuencia de la nomenclatura con que la burocracia finge que se renueva: Fiscalía General, Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses; ahí llegan de uno en uno o en grupo. Si los cuerpos de los muertos se preocuparan por el orden que para efectos de los vivos es necesario llevar, tan pronto llegaran al semefo se formarían y esperarían mustios su turno, no de buena gana, ni los vivos lo hacemos, lo harían si anticiparan que en tumulto están en riesgo de que los arrumben sin miramientos y sin las consideraciones que entre los muertos y los vivos tenemos pactadas; pero fatalmente los cuerpos de los muertos quedan a merced de quien sea y en tratándose de los muertos corolario del homicidio, su destino lo marcó aquel que interrumpió su condición de vivos: la eternidad a la que su alma fue forzada se refleja acá en el trance denigrante, crimen continuo, que le imponen al cuerpo apagado.
En Jalisco, por todo el país, los vivos hoy actúan como si por una transustanciación milagrosa los muertos, apenas tocan el suelo, se volvieran números; a quién importa si antes de arribar al reino de la estadística tuvieron nombre y parientes y ansia de futuro. A nadie interesan las preferencias amorosas que disfrutaron, las balas, los machetes, las sogas, pero con más asiduidad las balas anulan el pasado; de la certificación del cese de los signos vitales a la ambulancia y luego a la plancha o al piso crudo o a la caja de tráiler con aire acondicionado, lo único que cuenta es si con la adición de un muerto recién hallado la cifra es 1,137 o 1,317 y si ésta coincide con otras que coleccionan otros. Mientras las familias procuran a una persona con rasgos humanos, con marcas de las que la vida hace, con una piel particular, el pelo de cierto tipo, un lunar o un tatuaje, las autoridades están concentradas en que la suma les parezca bien y si de repente pueden intercalar una resta, mejor. Hasta que deben alzar la vista de las columnas del debe y del haber por el tufo pernicioso que se cuela por la nariz de la sociedad; súbita y, peor, inesperadamente se topan con que la aritmética es una parte mínima al lidiar con la inseguridad pública galopante y se enteran de que los cuerpos de los muertos se descomponen y de que detrás de ellos hay esposas, padres, madres, hijas, hijos a los que nomás un cómputo les concierne, el que inicia y finaliza en el uno: el que no encuentran, la que buscan.
Se repite en la literatura, en el teatro, en la plática del clan: los muertos cuentan historias, basta disponernos para enterarnos y dejarnos encantar y, sobre todo, dejarnos enseñar, por ellos. Pero a los muertos con que los criminales pueblan nuestras conciencias pretendemos no permitirles contar algo; los responsables de hacer guardar la ley los ocultan para que las historias que entrañan se disuelvan junto con sus cuerpos; aunque los muertos siempre han sido sagaces y más, claro está, que quienes suponen tienen el poder de silenciar lo que aquéllos de cualquier modo narrarán. Los muertos ninguneados, embutidos en contenedores que no los contuvieron y en cambio fueron cajas de resonancia, se las arreglaron para enhebrar girones y confeccionar un relato coral que recorrió el planeta y trazó, casi entera, la historia que hoy vamos componiendo: sumidos en la supervivencia egoísta, el mal nos tiene sitiados; con sus cuerpos pisoteados los muertos nos avisan que los criminales de toda índole nos despojan día a día y seguramente ni siquiera conservaremos lo que individualmente cuidamos, la vida y las cosas.