Aparecidos y desaparecidos
Uno no puede dejar de preguntarse qué significa todo esto: como ánimas en pena, 273 cadáveres deambulan por las calles de Guadalajara; acorde con los tiempos, lo hacen en automotor y sobre pavimento hidráulico.
Son auténticos aparecidos en un país que no encuentra a sus desaparecidos, arrebatados por una violencia que no puede tener explicaciones.
Aparecidos en busca de quién los busque, justo en sentido contrario de la búsqueda de los familiares que, solos y sin lograrlo, cada día se afanan en averiguar dónde quedaron sus desaparecidos y viven atentos a cualquier recién llegado a los centros forenses del país o a cualquier recién hallado en las fosas clandestinas.
Aparecidos después de meses y años de no ser reclamados. Aparecidos como anónimos clasificados a medias por archivistas incompetentes, como ene-enes que lentamente se pudren en una caja pintada con publicidad alegre de golosinas. Ahí están para nadie, envueltos en aquí-no-pasa-nada.
Se conocen las frías historias de los anfiteatros, de autopsias y cafecitos en la misma mesa, de gavetas, de identificacio- nes dolorosas, de etiquetas en el pie y de trabajos mal hechos. También los Semefos hacinados, como deben estar varios ahora y como estuvo el de Monterrey entre 2010 y 2011: sin espacio para un cuerpo más.
Pero en el Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses las cosas fueron mucho allá, literalmente: más allá de sus paredes, como prueba del nulo valor de las pruebas y de las lentas investigaciones de homicidio.
No en balde la nota recorrió el mundo. El trato a los muertos, la pésima administración, la poca ayuda a los familiares de desaparecidos y, sobre todo, la cantidad escalofriante de cadáveres... Sí es lo mismo habituarse a la muerte de algunos que a la de todos. La muerte en esta guerra sin nombre ha dejado de importar.
¿Con qué fuerza, con qué convicción, con qué voluntad terminaremos la matanza?
Imagino la conversación (o el entendido) entre el fiscal del estado y el director del instituto al tomar sus decisiones: al cabo muertos, ya están... y, seguramente, embarrados hasta el cuello.
Imagino la conversación (o el entendido) entre los muertos apilados dentro de su enorme ataúd: puro mentadero de madres.