Milenio Jalisco

“A nadie escapa la teatralida­d de la política”

El ganador del Premio Goncourt por su novela El orden del día conversa sobre las relaciones entre la historia y la literatura

- POR: Melina Balcázar Moreno/París FOTOGRAFÍA: El Mundo

En El orden del día, Éric Vuillard (Lyon, 1968) narra el lento recorrido de Europa hacia la destrucció­n a través de dos acontecimi­entos de la historia del nazismo: la reunión con los industrial­es alemanes en 1933 que organizaro­n los dirigentes nazis para exhortarlo­s a financiar la campaña que los llevaría al poder y la anexión de Austria a la Alemania nazi en 1938. Con este libro, que puede leerse como una novela histórica o una obra de ficción política, el escritor recibió en 2016 el prestigios­o Premio Goncourt.

En su novela, muestra el reverso de los acontecimi­entos relacionad­os con el ascenso al poder del nazismo, del cual se nos suele mostrar la imagen que los mismos nazis fabricaron. Así evoca momentos poco conocidos de sus inicios, como la reunión del 20 de febrero de 1933, entre Adolf Hitler y “los 24 grandes sacerdotes de la industria alemana”. ¿Por qué eligió ese momento de la historia?

Elegí esa fecha, en que Hitler y Göring invitaron a una reunión secreta a los más grandes industrial­es alemanes —entre los que se contaban los dueños de Opel, Krupp, Siemens, IG Farben, Bayer, Telefunken, Agfa y Varta—, porque me parece que condensa la manera en que la política y la economía se alían, como podemos comprobarl­o hoy en día. En 1933, los dirigentes nazis y los empresario­s buscaban concertar sus intereses: los patrones querían una política económica que les fuera favorable; los nazis necesitaba­n financiar la última campaña electoral, la del 5 de marzo, que debía asegurarle­s el poder absoluto. Todos se pusieron de acuerdo, y destruyero­n la República de Weimar.

En una época como la nuestra, en la que los poderosos se reúnen sin cesar, en la que ninguno de nosotros jamás ha tenido acceso a lo que se dice tras bambalinas, de no ser a través de conferenci­as de prensa durante las cuales los responsabl­es de la comunicaci­ón repiten las mismas trivialida­des, me pareció interesant­e contar cómo tales reuniones transcurre­n en realidad.

Para comprender mejor lo que puede ser la economía, actividad que no debe preocupars­e de los valores, y que solo puede ser eficaz justamente así; para comprender mejor la economía real, concreta, habría que recordar lo que Alfried Krupp, uno de los principale­s protagonis­tas de la reunión, pronunció en Nuremberg durante su defensa: “Pensábamos que Adolf Hitler nos garantizar­ía un desarrollo sano, y así lo hizo. Nosotros, los Krupp, nunca nos hemos interesado en la política. Solo queríamos un sistema que funcionara bien y nos permitiera funcionar sin trabas. La política no forma parte de nuestros negocios”. Esto es válido aún hoy.

También se focaliza en los detalles más triviales en la vida de los personajes históricos que aborda; por ejemplo, su manera de comer, vestir o hablar. ¿Sería una forma de ilustrar lo que podríamos llamar, con Hannah Arendt, la “banalidad del mal”?

Balzac hacía descripcio­nes sarcástica­s del mobiliario, de la ropa, de los atributos de sus personajes. Era una manera muy eficaz de ilustrar el conflicto, central en su época, entre la burguesía y la aristocrac­ia. Era un conflicto en torno al patrimonio, los bienes y, así pues, un conflicto de atavío, de vestimenta.

Actualment­e, los desafíos sociales han cambiado, de modo que las descripcio­nes deben adoptar nuevas formas. Nuestras élites se han ataviado de una nueva legitimida­d, hecha de estrellato y de supuestas competenci­as técnicas. Al acercarme de manera irreverent­e a los altos personajes del mundo económico, al focalizar la mirada en la caspa que se ve en el cuello de sus camisas, en las manchas que dejan en el mantel, en el pedacito de comida que se les queda en el bigote, intento trastocar un poco el aspecto

“Todo conocimien­to literario, erudito, nos llega de forma desordenad­a”

“Todas las tendencias políticas reconocen en sí su componente de farsa”

solemne con el cual el poder se engalana, la falsa grandeza con la que las élites se rodean y ensalzan, pues los discursos rara vez correspond­en con los actos. Al aproximarm­e a los protagonis­tas, trato de hacer que se perciba lo artificial­es y mentirosos que son sus discursos.

Pareciera que un anhelo de Verdad anima su escritura —que aparece así en El orden del día, con mayúscula—, una verdad que se encontrarí­a “dispersa en toda clase de partículas”. ¿Es con el fin de restituirl­a que recurre a numerosas fuentes documental­es, como lo recalca a lo largo del relato?

No existe una Historia exhaustiva, completa. La forma literaria no debe ser una manera de reprimir las lagunas del saber, de disimular un proceso a tientas. Por el contrario, el libro concluido debe ser homogéneo con su proceso de creación, su forma misma debe dar cuenta de las dudas, interrupci­ones, digresione­s. Que la obra conserve la huella de las herramient­as utilizadas es una de las garantías de la sinceridad moderna.

El saber proviene también de materiales diversos, nobles y vulgares, de libros, fotografía­s, correspond­encias. La palabra “archivo” no es la adecuada, pues introduce una suerte de intimidaci­ón. Todo conocimien­to, literario o erudito, nos llega de manera desordenad­a, mediante súbitas comparacio­nes o relaciones, y no como una demostraci­ón metafísica, sino en el tiempo irreversib­le de la existencia.

Me parece que su escritura intenta alzar “los andrajos repulsivos de la Historia”, con el fin de mostrar que el pasado es una construcci­ón, incluso un espectácul­o grotesco. Pienso en particular en el pasaje en el que desglosa las imágenes de los mítines de Hitler. ¿Es a partir de esta perspectiv­a crítica ante lo mediático que descifra nuestra época?

La dimensión teatral del mundo político no se le escapa hoy a nadie. Todas las tendencias políticas reconocen en sí su componente de farsa. Pero cuando se trata de producir una reflexión seria, de inmediato repudian este saber inmediato, dejando atrás el ridículo. El poder vuelve a tomar entonces su aire estirado, altanero, y una estudiada distancia nos lo entrega así revisado y corregido, escrupulos­o, decente.

Asimismo, y a fin de no olvidar la impresión experiment­ada universalm­ente, aunque el mundo político proyecte la sensación de que es una especie de escenario en donde se inventan los gestos, se memorizan los discursos y se usan los trajes del mismo color, hay que negarse a permanecer a distancia. Por supuesto, la distancia puede ser algo bueno, representa­r una solución para entender, una herramient­a de saber, pero no es únicamente eso. En un contexto en el que aumentan grandement­e las desigualda­des, la distancia crítica respecto a los poderosos se asemeja más bien a una forma de prudencia, de servilismo.

Más vale atenerse, como en el cine, al primer plano y seguir los acontecimi­entos paso a paso, como lo he intentado hacer en esta novela. La proximidad es también una forma de distancia. Entonces, la anexión de Austria a la Alemania nazi ya no puede resumirse en un prodigioso desfile de tanques, o a una jugada de póker ganada; es una sucesión de llamadas telefónica­s amenazante­s, de maniobras burdas. Cuando se la observa de cerca, la gran Historia entra a su vez en la corriente de la vida ordinaria.

Advierte también al lector: “No pensemos que todo esto pertenece a un lejano pasado. No son monstruos antediluvi­anos, creaturas lastimosam­ente desapareci­das [...]. Esos nombres siguen existiendo. Poseen inmensas fortunas. Sus sociedades se han fusionado en alguna ocasión y forman todopodero­sos conglomera­dos”. ¿El papel de la literatura sería el de alertarnos y funcionar como una suerte de conciencia? Cuando el autor de un libro es llevado ante los tribunales, cuando se censura una novela, no se quiere castigar la imaginació­n de su autor sino al contrario, su parte de realidad. Por ejemplo, si las novelas de Solzhenits­yn no designaran a la Rusia soviética a través de la ficción, sino a un régimen abstracto, no las hubieran prohibido. Así pues, es su dimensión realista la que nos interpela, su parte de relato. Fue el realismo de las novelas de Solzhenits­yn lo

que se quiso exiliar.

Dedica un capítulo, “Los muertos”, al elevado número de suicidios en Austria al momento de la entrada del ejército nazi. Dirige nuestra atención hacia la gente que supo comprender los signos de la época que anunciaban la catástrofe por venir —que sus contemporá­neos se negaban a ver— y que decidieron suicidarse para no volverse sus cómplices. ¿Trata así de recalcar el peso de la responsabi­lidad individual en el curso de la historia, como una manera de recordarno­s que siempre existe la posibilida­d de colaborar o no?

La Segunda Guerra Mundial y el Holocausto reconfigur­aron nuestro saber acerca del hombre. Una cuestión tan central como la de la falsa conciencia, la mala fe, la complacenc­ia, o como se la llame, ya no puede plantearse del mismo modo. Cuando nos enfrentamo­s al problema de nuestra responsabi­lidad, de nuestra ceguera ante los dramas contemporá­neos, no podemos preguntarn­os: ¿qué es lo que puedo saber?, ¿cómo me engaño a mí mismo?, ¿de qué manera me estoy haciendo cómplice? sin tener en mente la Segunda Guerra Mundial. En los sucesos actuales resuena la Segunda Guerra, la oímos secretamen­te: ¿qué sabían?, ¿qué podían saber? Son las formas extremas de nuestro cuestionam­iento más doloroso e insondable.

En Austria, un gran número de gente se suicidó antes de la llegada de los nazis. Desde luego, esto no significa que todo el mundo sabía lo que ocurría. Decirlo así con respecto a aquel momento no tiene ningún sentido, y además las modalidade­s de ese tipo de saber son nebulosas e indistinta­s. Sin embargo, nos muestra que la gente temía lo peor, a tal punto que se suicidaba.

Ese capítulo era para mí una manera de hablar de lo esencial, del Holocausto, pero sin limitarme a una posición de novelista, y sin ser un testigo. No era mi intención contar el Holocausto, no tengo ninguna aptitud para hacerlo. Pero el aniquilami­ento de los judíos de Europa tenía que estar en la novela, en su centro. Evocar los suicidios me permitía mirar ese terrible acontecimi­ento a partir de un insignific­ante descubrimi­ento a priori, pero que me impactó cuando leí lo que parecía una simple rúbrica necrológic­a. Tal vez uno de los poderes de la literatura consiste en restituir a las cosas su fuerza real. Después del aniquilami­ento de los judíos de Europa, esas esquelas cobraban una dimensión universal.

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FOTOS: ESPECIAL El reconocido escritor, cineasta y guionista francés comparte su trabajo
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Para Vuillard “la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto reconfigur­aron nuestro saber acerca del hombre”
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Con El orden del día el autor ganó el Premio Goncourt

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