Los tráileres de la bancarrota
En tiempos de la tecnocracia y el pensamiento único, bancarrota es un término que remite exclusivamente a una situación de quiebra financiera o económica.
Pero en la literatura y en el periodismo se suele encontrar el concepto con algún adjetivo o sustantivo. Por ejemplo, bancarrota moral.
El país puede no estar en bancarrota financiera, pero sí lo está en bancarrota moral, como lo demuestra el escenario tétrico y triste de los tráileres de Guadalajara, paseando en sus cajas más de 300 cadáveres.
Allí, refrigerado, está el drama silencioso de las personas desaparecidas, de la tragedia que viven miles de familias porque desconocen el paradero de sus seres queridos: un hijo, un padre, un hermano, una esposa, una madre, un amigo querido, un vecino que un día salió de viaje y ya no regresó, o nunca llegó a su destino, y no dejó rastro alguno. Suman miles los casos, desde 35 mil, de manera oficial, hasta más de 100 mil, según otros cálculos.
Doña Rosario Ibarra de Piedra hizo de la desaparición forzada de su hijo una causa, un movimiento y una bandera de lucha. Contribuyó, con ello a la apertura democrática de un sistema represivo, y abrió paso a la lucha por la promoción de los derechos humanos.
Los responsables tenían rostro, nombre, cargo público, y fueron señalados una y otra vez por la madre en pie de lucha. Ella fue la primera en lanzar en la plaza pública la consigna que hoy utilizan miles de madres que claman por la aparición de sus hijos y familiares en todo el país, desde Iguala hasta Tijuana, de Nuevo Laredo a Michoacán: “¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!”.
Antes, el imputado era el Estado mexicano; hoy, el señalado es el estado de descomposición al que hemos llegado, el estado de inseguridad, impunidad y violencia que tiene postrados a los sistemas de seguridad pública y procuración de justicia, y con ello, a todo el país. ¿Esto no es una bancarrota?
Cuando las instituciones de justicia no tienen espacio para guardar a los muertos ni capacidad para atender a los vivos, el país que mantiene esas instituciones está en quiebra, está endeudado y está tronado.
Porque la desgracia del servicio médico forense de Jalisco se repite en Morelos, donde optaron por la inhumación clandestina; en Tamaulipas, donde prefieren no levantar los cadáveres; en Guerrero, donde acuden a la incineración o a los depósitos clandestinos, y así en 17 entidades federativas, donde simplemente no hay lugar para los muertos, ni quien consuele institucionalmente el llanto de los deudos.
México fue formado, cultural y religiosamente, en la tradición judeocristiana, en la cual el bien morir es tan importante como el buen vivir. El cuerpo que resguardó un alma, por ese solo hecho, merece respeto, consideración y posee dignidad aun en estado inerte. No es basura. No es desperdicio. No es inmundicia.
“Dar cristiana sepultura” significa, precisamente, enterrar en lugares preestablecidos, sagrados (cementerios), el cuerpo sin alma que esperará el juicio final y la resurrección al final de los tiempos (hasta en tiempos recientes, la Iglesia católica ha aceptado la cremación y la donación de órganos, bajo ciertas condiciones). La tradición prehispánica, que creía en la reencarnación bajo otras formas de vida, les guardaba también un respeto profundo a los muertos, llevándoles ofrendas y comida para hacer menos pesado su largo peregrinar.
Un país donde la vida no vale nada y la muerte, tampoco, está en vías de perderlo todo. Y aunque no esté en bancarrota financiera, está en camino de alcanzar la peor de las bancarrotas: la moral.
Aunque el país no esté quebrado en lo financiero, está en curso de la peor de las quiebras: la moral