Milenio Jalisco

Espacio de ficción

- Agustino20@gmail.com

Para Nacho Lapuente, sus dosis de ser estupendo lo volvieron Don Nacho

Maté y mandé matar, vi las fotos de mis hijos muertos y no pude acariciar sus cadáveres. Al principio, el dinero me gustaba mucho, tanto que junté pilas de billetes, después llené cajas con ellas y luego éstas no cabían en los roperos, en la casa, y fueron a dar, apretadas, a una bodega. Para entonces no me acordaba del gusto por el dinero, pero me seguí de largo, ya no podía rajarme, y encontré sabor a lo que tenía que hacer para conseguirl­o: asesinar, amenazar, perseguir, aterroriza­r. Pero al cabo también perdí el gozo por esas cosas; si acaso extraño el reculón del arma, el tronido prolongado del cuerno de chivo que me hacía sentir vivo y el olor agridulce y adictivo de la pólvora que se me colaba por la nariz para que dejara de oír los gritos, la lloradera y los lamentos de los heridos, el aroma que soltaban los casquillos, los cañones de las pistolas y de los rifles lo apaciguaba todo. De ahí pasé a que me agradara que la gente, hombres y mujeres, hiciera lo que yo quisiera, mucho dinero regalé por el placer de ser dueño de las personas; lo serviles me adulaban por miedo, tanto me tenían que a algunos se les volvía pavor y yo, junto a ellos, percibía, satisfecho, que de buena gana habrían salido disparados a otro lado, a otra vida, pero no podían, no se hacían en el mundo sin el miedo que me tenían y peor, ya no se hacían sin mí. No puse límite para mantener a los esclavos voluntario­s e involuntar­ios que me rodeaban, tampoco limité mi capacidad para meter temor, aunque la fama que arrastraba hacía casi todo el trabajo.

Cien o mil muertos después, cuando no sé qué fue de tantísimo dinero y el miedo que dicen que me tienen ya no me impresiona, véanme: ése que aparece bocabajead­o por la mano enguantada del militar no soy enterament­e yo pero sí soy yo, así como el soldado no es todo él, un rato antes de que tomaran la fotografía me dijo que un familiar suyo quedó agradecido porque alguna vez le di para medicinas, contesté que no me acordaba, luego lo miré de reojo y agregué, socarrón, que el solo medicament­o que he recetado es la mariguana puesta en alcohol, frotada alivia las reumas, se lo juro, general. Nos reímos y no hablamos más; pasó un buen rato hasta que llegamos a las fotos en las que estaremos eternament­e fijos, él llevándome apergollad­o y yo mirando de lado y para arriba como para desmentir que fuera todo eso que dicen; ni por aquí le pasaba al soldado que algo de lo que ahí sucedía tuviera que ver con la justicia o con la ley o con los muertos que debo, y yo pensaba en que dentro de no mucho estaría encerrado y sin la obligación de ser ese que los demás que me rodean siempre necesitan.

Lo que soy, según la versión más aceptada, es el dolor de las madres, de los huérfanos, de las viudas y el de los ensombreci­dos, como llamo a los que no saben si su desapareci­do vive o muere; pero para los que están sobrados de palabras y las acomodan en los periódicos y en la radio, también soy la fuerza diabólica que pudre políticos y policías y jueces y banqueros, soy el explotador de indefensos, de campesinos, de mujeres y el fabricador de hijos para que mis enemigos tuvieran modo de cobrarse la cuenta. Sí, tal vez soy eso: me convertí en lo que provoqué o, mejor dicho, en lo que facilité; pero queda por contar lo soterrado que no se puede retratar: lo que sé de mí y de lo que me ha movido o aquietado y que no encuentra palabras para ser dicho; es un latido que estaba aquí antes de que naciera, emociones que otros sienten y yo ejerzo, es un ahogo por tenerlo todo y luego es un impulso por perderlo, es coraje y tristeza, es soledad y es la imposibili­dad de acercarme a conocer quién o qué y para qué soy; por eso no hay otra que, violentame­nte, a balazos, cuchillada­s y con entregas brutas de terror, sacudir la duda e ir siendo al menos lo que los demás necesiten: puro cuento, el horror es llevadero si surge de la tercera persona del singular.

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MILENIO
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