Milenio Jalisco

No pasa nada, se puede

Creía ser culpable de cuanto le pasaba. Hasta que al fin, después de otra paliza, incapaz de soportar más cogió a sus hijos y se fue

- Arturo Pérez-Reverte* Perla Gómez/Guadalajar­a

No se llama Asun, pero da igual. O a lo mejor es verdad que se llama Asun. Podría llamarse de cualquier modo. Nació en un pueblo de Extremadur­a, España. Es morena, con el pelo largo. Muy eficaz en su trabajo. A los diecipocos, sin demasiados estudios ni perspectiv­a laboral alguna, se casó con un hijo de puta que a los pocos meses, cuando quedó embarazada de su primer hijo, empezó a pegarle. Todo fue a más con el paso del tiempo: palizas, maltrato verbal, reproches que ella encajaba con sumisa resignació­n. Qué otra cosa podía hacer, me cuenta. Estaba educada para eso. Para aceptar que él tenía razón porque traía el dinero a casa, y yo no era nadie: la que cocinaba, planchaba y paría hijos. En plural, pues ya teníamos el segundo. La que lo necesitaba a él para vivir, y le estaba obligada en todo. ¿Dónde iba a ir, si no? Sin él no era nada. Eso era lo que yo misma me decía mientras soportaba aquello. Él me daba un hogar, y sin él no era nada.

Asun recuerda todo eso por algo que ocurrió hace unos días. Y para entenderlo hay que saber lo que le pasó antes. Yo sé lo que pasó, pues la conozco hace veinticinc­o años, así que no necesito que me lo cuente otra vez. Sé del infierno que vivió atemorizad­a, indecisa, atrapada en la trampa sin poder, o creyendo que no podía, valerse por sí misma. Denunciar a un marido, en aquel tiempo y en su ambiente, era algo impensable. O dejarlo. Ni se le pasaba por la cabeza. Incluso creía, de buena fe, ser culpable de cuanto ocurría. Hasta que al fin, después de otra paliza, incapaz de soportar más, cogió a sus dos hijos pequeños y se fue. Primero al pueblo, con sus padres. Después buscó una casa y un trabajo. Algo humilde, claro, pues a los veintiocho años no tenía preparació­n para nada, o eso creía ella.

Hizo un poco de todo. Fregó suelos, lavó platos, sirvió en cafeterías, pintó paredes. Poco a poco fue pagando el alquiler, la luz, el agua, las cosas de los críos. Empezó a salir adelante. Llegaba a casa destrozada a las tantas, y entonces se ocupaba de lavar, planchar, cocinar para sus hijos. Los ratos que tenía libres, agotada, se sentaba a ver Sálvame o uno de esos programas frívolos. Era una mujer curiosa, sin embargo. No le interesaba la política, no votaba, pero leía algunos libros, novelas sencillas que iba alineando en los estantes de su casa. Trabajo, televisión, algún libro. Los críos crecieron, empezaron a ser ellos mismos. También Asun creció y fue ella misma. Afirmó sus ideas, su visión del mundo. Aprendió a gozar de la soledad tanto como de la compañía. Tuvo un novio, buena persona, que quería casarse, o vivir juntos, pero ella se negó. Había aprendido. Descubría libertades insospecha­das, y estaba a gusto con ellas. Nada de volver atrás.

Al fin, su trabajo se estabilizó. A fuerza de constancia, competenci­a y honradez, consiguió seguridad social y salario fijo. Una situación razonable, primero, y estable al fin, que le dio la tranquilid­ad necesaria. Los hijos volaron solos. Siguió con su tele los fines de semana, con sus novelas —románticas, históricas— de vez en cuando, siempre que no fueran muy pesadas. Pudo ahorrar y viajó un poco. Y un día, al mirarse al espejo, se estudió con extraña curiosidad, cayendo en la cuenta de que aquella joven tímida y asustada, la que creyó depender de un hombre para toda la vida, hacía tiempo que se había desvanecid­o para dejar sitio a la que ahora la contemplab­a desde el espejo. Una mujer distinta. Madura, serena. Libre.

Y me cuenta, al fin, lo del otro día. Cuando estaba en su coche esperando a su hija y observó que en otro aparcado cerca un hombre le pegaba a una mujer joven. Discutían y él le pegaba. De pronto se vio allí otra vez, treinta años atrás. Salió del coche sin pensarlo. Salió, me cuenta, corriendo hacia ellos. El hombre la vio venir, arrancó el automóvil y se fue con la mujer a la que maltrataba. Y recordándo­lo, Asun se queda pensativa y al fin encoge los hombros. No iba a hacerles nada, dice. Sólo quería contarle algo a ella, a la mujer. Asomarme a la ventanilla y decirle: “No pasa nada, vete. No tienes por qué aguantar. Te aseguro que no pasa nada, de verdad. Si de verdad quieres, puedes irte. Yo lo hice, y te juro que se puede”.

Tras contármelo, Asun encoge otra vez los hombros. Siente no haber llegado a tiempo para decir eso a la mujer: “No pasa nada, chiquilla, se puede. No es el fin del mundo, sino el principio del mundo”. Después me mira y mueve la cabeza. “Lo mismo puedes escribirlo tú, ¿no?... Puede que así lo lea ella, o alguna otra. Quizá de esa manera oigan lo que quise decir”.

Y bueno. Aquí me tienen ustedes. Escribiénd­olo. *Miembro de la Real Academia Española

mEl Ayuntamien­to de Guadalajar­a develó la escultura de cuerpo completo de Arnulfo Villaseñor Saavedra, ex Alcalde de Guadalajar­a de 1980 a 1983, elaborada por Saúl Hernández. También ayer mismo se entregó la restauraci­ón de los conjuntos escultóric­os La sala de los magos y Los magos universale­s de Alejandro Colunga, ubicados en la explanada del Instituto Cultural Cabañas (ICC).

En el acto de develación de la primera de las piezas mencionada­s se recordó que a Villaseñor Saavedra se debe la construcci­ón de la avenida Lázaro Cárdenas y del edificio que actualment­e alberga el Archivo Histórico municipal, de ahí que el monumento se colocara La sala de los magos en dicha avenida en su cruce con la avenida López Mateos, debajo del puente Matute Remus.

El alcalde Enrique Ibarra Pedroza dijo que las obras entregadas ayer forman parte del programa de Arte Público que la administra­ción de Enrique Alfaro promovió y en la que invirtió cerca de 42 millones de pesos, una iniciativa que: “Generó, como suele suceder con ese tipo de obras, polémica y opiniones encontrada­s”.

Tal y como lo había anticipado este medio en una nota del 26 de septiembre, el Ayuntamien­to entregó la restauraci­ón de La Sala de los Magos y Los Magos Universale­s, conjuntos escultóric­os de Alejandro Colunga instaladas en la explanada del Instituto Cultural Cabañas (ICC) y en la que se invirtiero­n 3 millones 31 mil pesos.

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