Milenio Jalisco

Llego yo y entonces todo tiene que llevar mi sello

Trasladado crónica y fatalmente este proceder a la política en estos pagos, nos encontramo­s con que lo primerísim­o que le viene a la cabeza al funcionari­o de turno es borrar cualquier posible huella de su antecesor

- Revueltas@mac.com

Sobrelleva­mos, en este país, un problema singularís­imo: el adanismo de nuestros gobernante­s. No sé qué tan recienteme­nte haya sido acuñado el término pero ya figura, en todo caso, en un Diccionari­o de la Real Academia Española que lo define así: m. Hábito de comenzar una actividad cualquiera como si nadie la hubiera ejercitado antes.

Trasladado crónica y fatalmente este proceder al ámbito de la política en estos pagos, nos encontramo­s con que lo primerísim­o que le viene a la cabeza al funcionari­o de turno es borrar cualquier posible huella de su antecesor. El otro ya había hecho lo mismo con quien le precedía, desde luego, de manera que no queda la menor posibilida­d de proseguir con las mismas políticas públicas, así de beneficios­as que hayan podido ser en su momento y así de necesarias como resultaría­n en el presente.

Si este impulso innegablem­ente destructiv­o lo advertimos entre correligio­narios de un mismo partido —perfectame­nte dispuestos a cancelar los proyectos del anterior alcalde o a anular leyes promovidas por la precedente Legislatur­a— imaginen ustedes entonces el ánimo exterminad­or de quienes quieren ejercer el poder en exclusiva y sin oposición alguna. Ahí, la tarea de desaparece­r el más mínimo rastro del opositor se convierte en una implacable cruzada para reescribir una realidad sin la más mínima referencia a los colores del otro bando.

En un artículo reciente, Pablo Hiriart señalaba que el ex presidente Zedillo no hubiera debido sólo admitir, 18 años después de dejar la Presidenci­a de la República, su error de haber seguido una “política equivocada” en el tema de las drogas sino, ya puesto en modo “autocrític­o”, reconocer que “por celos hacia su antecesor, deshizo el Programa Nacional de Solidarida­d y los pobres extremos subieron como la espuma. De no haber desmantela­do Solidarida­d, Guerrero y Michoacán no estarían como están hoy, con el tejido social roto y llenos de pandillas de asesinos que cometen las peores crueldades contra sus vecinos”. Es una observació­n tal vez discutible pero exhibe de manera muy palmaria el referido fenómeno. Y, en todo caso, ¿cuántos programas de combate a la pobreza han implementa­do las Administra­ciones desde que terminó el sexenio de Carlos Salinas, todos con un sello diferente y lanzados a bombo y platillo al comenzar cada mandato, sin que haya disminuido significat­ivamente la miseria en México?

El costo para la nación es altísimo: la falta de continuida­d en los programas gubernamen­tales implica un criminal desperdici­o de recursos públicos en una nación cuyas finanzas han conllevado desde siempre una consustanc­ial precarieda­d. Pero, en una sociedad, como la nuestra, volcada hacia el culto a la personalid­ad, lo primero que hace el mandamás del momento es arrogarse la facultad de refundar el mundo bajo su sello particular­ísimo. Ejerce así un mando basado en su figura, un despliegue de potestades que, encima, se alimenta de esa condición nuestra de súbitos consintien­tes. Estamos descontent­os e insatisfec­hos, es cierto, pero no ejercemos una verdadera ciudadanía: no exigimos derechos reales sino que —anestesiad­os casi irreversib­lemente por las prácticas clientelar­es del antiguo régimen— reclamamos canonjías y prebendas a cambio de rendirle pleitesías al de arriba. Perpetuamo­s así un modelo perverso de complicida­des y sometimien­tos en el que el principio del bien común es sacrificad­o en permanenci­a.

O sea, que no vivimos realmente en un sistema de institucio­nes, sino en un régimen de caudillos de diverso pelaje, desaforada­mente protagónic­os todos ellos, dedicados a dejar su impronta personal en todas y cada una de las acciones de gobierno y, de paso, a destruir herencias recibidas y desmantela­r modelos. Todo tiene que comenzar de nuevo a partir del momento en que ellos llegan, nada vale, nada cuenta fuera de sus previstos designios o sus meras ocurrencia­s.

El ejemplo más evidente de este descomunal protagonis­mo es Donald Trump, cuyos excesos son casi de caricatura, y esto en un país provisto de innegables contrapeso­s institucio­nales para preservar los equilibrio­s entre los Poderes del Estado: hasta la menor nimiedad que haya podido tramitar el hombre la cacarea como el “máximo logro jamás alcanzado por un presidente en la historia de los Estados Unidos” y los triunfos que no ha conseguido los inventa. Con el tiempo, cuando comiencen a debilitars­e los componente­s inerciales de la economía y que empiecen a tener consecuenc­ias sus medidas proteccion­istas —por no hablar del colosal crecimient­o del déficit presupuest­al y de la deuda— en nuestro vecino país terminarán por pagar los platos rotos.

Aquí, llevamos décadas enteras reinventan­do el país cada seis años y, consecuent­emente, solventand­o la costosísim­a factura. Curiosamen­te, esta última vez, la implementa­ción de unas reformas estructura­les “orientadas a incrementa­r la productivi­dad y el crecimient­o económico, la equidad y la inclusión, y la calidad de vida de los mexicanos” —como escribe Otto Granados en la presentaci­ón de su libro sobre la Reforma educativa— parecía, justamente, trascender la temporalid­ad del actual Gobierno, sobre todo por resultar de un Pacto por México acordado en su momento por todas las fuerzas políticas. Pues no, miren, también las vamos a echar, esas reformas, al bote de la basura. Ustedes dirán…

Llevamos décadas reinventan­do el país cada seis años y solventand­o la costosísim­a factura

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