Milenio Jalisco

Mons. Romero y la Iglesia silente

- Twitter: @jrubenalon­sog

El próximo domingo 14 de octubre, junto al Papa Pablo VI y cinco personas más, será canonizado Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, arzobispo de San Salvador (22 de febrero de 197724 de marzo de 1980), asesinado mientras presidía la Eucaristía. Para la Iglesia de América Latina, para el Episcopado Latinoamer­icano, para los obispos de México, entre las últimas palabras de su homilía dominical resuena un imperativo: “La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominació­n...” (ver texto completo en http://bit.

ly/2E2O4e1).

No se trata de hablar por hablar, de denunciar por denunciar, de señalar por señalar. Se trata de la palabra oportuna, incisiva, directa, sin interpreta­ciones; que sea la voz de quienes no tienen voz, de quienes no son escuchados; congruente con el actuar de quien la pronuncia, profética. Como la voz de Mons. Romero, que, en un contexto convulso tomó la decisión más sabia, esa que surge de la escucha, del discernimi­ento: ponerse al lado de la parte débil, asumiendo las consecuenc­ias, como ser “sacrificio y celebrante” (escuchar Himno Monseñor Romero:

http://bit.ly/2QtkJuA).

El pasado 11 de septiembre, el Episcopado Mexicano dio a conocer su

“Plan de la Iglesia Católica para la Construcci­ón de la

Paz” (ver: http://

bit.ly/2y6txzP). Un documento, que, llevado a la práctica mostraría una Iglesia con mayor incidencia de lo que hemos visto hasta ahora.

Pero para ello se requieren “pastores con voz”, con la palabra adecuada, oportuna, directa, incisiva, profética; no una voz genérica de un “plan” que resulte evasiva, no comprometi­da ante hechos y situacione­s específica­s.

Las “abominacio­nes” en México, en nuestras comunidade­s, tienen nombre. Mientras la Iglesia no le llame por su nombre a las “abominacio­nes”, como lo hizo en su momento y contexto Romero a la represión, a la desaparici­ón forzosa, y se quede en lo genérico de un plan, tendrá la excusa para guardar silencio.

La Iglesia al fijarse la “ruta de un pacto de reconcilia­ción nacional” (sin negar la necesidad de una reconcilia­ción nacional) ha fijado su agenda a partir de la escucha de un grupo triunfante del poder y alternanci­a surgida el pasado 1 de julio, y no privilegia­r con escucha-atención el apremiante reclamo más profundo que surge de la muerte, del dolor, la impotencia de miles: no hay justicia sin verdad; primero justicia, y luego perdón. ¿O a quién deben perdonar miles de madres, padres, hermanos, hermanas, hijos, hijas de desapareci­das y desapareci­dos?

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