Ni tecnócratas ni revolucionarios
Durante el siglo veinte existieron dos ilusiones: que la política se puede reducir a una técnica administrativa y que es posible que una acción revolucionaria transforme al orden social terminando con las diferencias de poder y dinero. En el primer caso basta que a los cargos públicos lleguen los expertos adecuados y que se apliquen los modelos correctos de gestión, dirección y supervisión. En el segundo, que la clase gobernante --irredimible y llena de vicios-- sea sustituida por otra, virtuosa y justiciera.
Ambas visiones --la tecnocrática y la revolucionaria-entienden la política como algo que debe ser domesticado o, incluso, erradicado. Asumen que puede alcanzarse un conocimiento certero para tomar las decisiones objetivamente correctas. El tecnócrata cree que elegir el mejor curso de acción para resolver un problema público es un asunto técnico. Gobernar es similar a construir un puente: se trata de conseguir la información pertinente para el caso, considerar la mejor opción a mano y ponerse a la obra. Si algo sale mal, será porque la información utilizada resultó insuficiente o porque faltaron las condiciones necesarias para el buen éxito de la política elegida.
El revolucionario considera que la justeza de sus propósitos --liberar a un pueblo del mal-- lo faculta para tomar cualquier decisión. La política es sencilla: de un lado están los enemigos del pueblo, del otro quienes lo defienden. Por ese solo hecho, a estos últimos los acompaña la razón. Si a los revolucionarios las cosas no les salen bien será porque los enemigos del pueblo han conspirado contra ellos, pero no porque se han equivocado, y mucho menos porque carezcan de virtudes suficientes para ser buenos gobernantes.
Tecnócratas y revolucionarios buscan certezas absolutas, justificaciones inexpugnables y soluciones eficaces. No consideran la complejidad inherente a los asuntos humanos; tampoco que la tendencia al error es omnipresente y que en nombre de las bondades que pretenden obtener pueden cometer excesos. Son expertos en evadir la responsabilidad moral implicada en la política. Si algo sale mal será porque el mundo es irracional: impone límites a la razón técnica o a la práctica de la virtud. Para muchos tecnócratas, la gente es irracional o premoderna: esto hace que las decisiones fallen. Los revolucionarios pueden aducir, también, que mucha gente es inmoral y pone obstáculos a sus medidas.
En pleno siglo veintiuno, se supone que tenemos una visión menos simplista de las cosas. Tendríamos que superar las visiones tecnocráticas y reconocer que pueden ser ingenuas, cuando no perversas y excluyentes. Algo similar debemos hacer a la hora de analizar las posturas revolucionarias: terminan encubriendo gobiernos autocráticos que socavan la libertad y reprimen la expresión de las diferencias. Los ejemplos de ambas posturas están a la vista. El primer caso, el de una tecnocracia carente de suficiente sensibilidad política, es el de los gobiernos instalados a partir de la llegada de Miguel de la Madrid a la presidencia de México. El segundo se puede documentar con los ejemplos del régimen cubano y el chavismo en Venezuela.
Si la concepción tecnocrática de la política termina por ser excluyente y la visión revolucionaria produce pesadillas de opresión, ¿cuál es la posición correcta? Una que asuma que a la política no hay que suprimirla ni acallarla, sino encauzarla por la vía del debate serio entre quienes representen puntos de vista distintos sobre los problemas públicos. Necesitamos entender que el sentido de la política es tomar decisiones técnicamente adecuadas y también moralmente correctas.
La administración de los asuntos públicos requiere racionalidad administrativa y las sociedades necesitan perseguir ideales y utopías, pero no para arribar a un mundo sin política y sin diferencias expresadas con libertad, aplanado y uniforme en el que sólo valgan las opiniones de los expertos o lo que piensen los inmaculados “defensores del pueblo”. No se trata de abandonar los aspectos positivos --que los tienen-- de las concepciones de la tecnocracia y las ideas que defienden los revolucionarios, sino de mantener viva la posibilidad de la disidencia y las expresiones de la crítica.
En los asuntos públicos no hay decisiones absolutamente correctas ni posicionamientos completamente justos. Cualquier curso de acción provoca consecuencias negativas indeseadas y lleva la impronta de intereses particulares. Ése es el pecado original del ejercicio del poder. Por eso, hay que desconfiar de quien insista en que encarna con pureza la voluntad de todos. Y también de quien dice poseer la verdad última de las cosas. No hay más salida, pues, que dialogar, criticar y debatir... para al final acordar vías de acción sabiendo que muy pronto deberán ser revisadas otra vez. Eso es la esencia de la democracia que no es monopolio ni de tecnócratas ni de revolucionarios.