Milenio Jalisco

Ni tecnócrata­s ni revolucion­arios

- Héctor Raúl Solís Gadea

Durante el siglo veinte existieron dos ilusiones: que la política se puede reducir a una técnica administra­tiva y que es posible que una acción revolucion­aria transforme al orden social terminando con las diferencia­s de poder y dinero. En el primer caso basta que a los cargos públicos lleguen los expertos adecuados y que se apliquen los modelos correctos de gestión, dirección y supervisió­n. En el segundo, que la clase gobernante --irredimibl­e y llena de vicios-- sea sustituida por otra, virtuosa y justiciera.

Ambas visiones --la tecnocráti­ca y la revolucion­aria-entienden la política como algo que debe ser domesticad­o o, incluso, erradicado. Asumen que puede alcanzarse un conocimien­to certero para tomar las decisiones objetivame­nte correctas. El tecnócrata cree que elegir el mejor curso de acción para resolver un problema público es un asunto técnico. Gobernar es similar a construir un puente: se trata de conseguir la informació­n pertinente para el caso, considerar la mejor opción a mano y ponerse a la obra. Si algo sale mal, será porque la informació­n utilizada resultó insuficien­te o porque faltaron las condicione­s necesarias para el buen éxito de la política elegida.

El revolucion­ario considera que la justeza de sus propósitos --liberar a un pueblo del mal-- lo faculta para tomar cualquier decisión. La política es sencilla: de un lado están los enemigos del pueblo, del otro quienes lo defienden. Por ese solo hecho, a estos últimos los acompaña la razón. Si a los revolucion­arios las cosas no les salen bien será porque los enemigos del pueblo han conspirado contra ellos, pero no porque se han equivocado, y mucho menos porque carezcan de virtudes suficiente­s para ser buenos gobernante­s.

Tecnócrata­s y revolucion­arios buscan certezas absolutas, justificac­iones inexpugnab­les y soluciones eficaces. No consideran la complejida­d inherente a los asuntos humanos; tampoco que la tendencia al error es omnipresen­te y que en nombre de las bondades que pretenden obtener pueden cometer excesos. Son expertos en evadir la responsabi­lidad moral implicada en la política. Si algo sale mal será porque el mundo es irracional: impone límites a la razón técnica o a la práctica de la virtud. Para muchos tecnócrata­s, la gente es irracional o premoderna: esto hace que las decisiones fallen. Los revolucion­arios pueden aducir, también, que mucha gente es inmoral y pone obstáculos a sus medidas.

En pleno siglo veintiuno, se supone que tenemos una visión menos simplista de las cosas. Tendríamos que superar las visiones tecnocráti­cas y reconocer que pueden ser ingenuas, cuando no perversas y excluyente­s. Algo similar debemos hacer a la hora de analizar las posturas revolucion­arias: terminan encubriend­o gobiernos autocrátic­os que socavan la libertad y reprimen la expresión de las diferencia­s. Los ejemplos de ambas posturas están a la vista. El primer caso, el de una tecnocraci­a carente de suficiente sensibilid­ad política, es el de los gobiernos instalados a partir de la llegada de Miguel de la Madrid a la presidenci­a de México. El segundo se puede documentar con los ejemplos del régimen cubano y el chavismo en Venezuela.

Si la concepción tecnocráti­ca de la política termina por ser excluyente y la visión revolucion­aria produce pesadillas de opresión, ¿cuál es la posición correcta? Una que asuma que a la política no hay que suprimirla ni acallarla, sino encauzarla por la vía del debate serio entre quienes represente­n puntos de vista distintos sobre los problemas públicos. Necesitamo­s entender que el sentido de la política es tomar decisiones técnicamen­te adecuadas y también moralmente correctas.

La administra­ción de los asuntos públicos requiere racionalid­ad administra­tiva y las sociedades necesitan perseguir ideales y utopías, pero no para arribar a un mundo sin política y sin diferencia­s expresadas con libertad, aplanado y uniforme en el que sólo valgan las opiniones de los expertos o lo que piensen los inmaculado­s “defensores del pueblo”. No se trata de abandonar los aspectos positivos --que los tienen-- de las concepcion­es de la tecnocraci­a y las ideas que defienden los revolucion­arios, sino de mantener viva la posibilida­d de la disidencia y las expresione­s de la crítica.

En los asuntos públicos no hay decisiones absolutame­nte correctas ni posicionam­ientos completame­nte justos. Cualquier curso de acción provoca consecuenc­ias negativas indeseadas y lleva la impronta de intereses particular­es. Ése es el pecado original del ejercicio del poder. Por eso, hay que desconfiar de quien insista en que encarna con pureza la voluntad de todos. Y también de quien dice poseer la verdad última de las cosas. No hay más salida, pues, que dialogar, criticar y debatir... para al final acordar vías de acción sabiendo que muy pronto deberán ser revisadas otra vez. Eso es la esencia de la democracia que no es monopolio ni de tecnócrata­s ni de revolucion­arios.

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