Fue el diablo
Los últimos días de septiembre el papa avisó que ya descubrió quién es el culpable de los males de la Iglesia, en particular de los abusos sexuales generalizados por parte de sus sacerdotes a los niños a su cuidado: el demonio. Como remedio le pide a su grey, antes que eliminar toda secrecía e impunidad, antes que denunciar a los perpetradores ante las autoridades civiles, antes que dejar de protegerlos, esconderlos o justificarlos, que le recen durante el mes de octubre en curso, después del rezo del rosario, al arcángel San Miguel, el que con su espada flamígera arrojó a Luzbel del Paraíso.
Añade el pontífice que “no debemos pensar en el diablo como un mito, una representación, un símbolo, una forma de hablar o una idea. Este error no llevaría a bajar la guardia, crecer sin preocupaciones y terminar siendo más vulnerables”. Si recordamos los cientos de menores atacados con sevicia y cinismo, muchos de ellos gracias al contubernio y a la complicidad de grupos de monjas o de clérigos, en Pensilvania, Alemania, España, Irlanda o Chile —que no es que esos sitios sean excepcionales, sino que allí es donde se han hecho investigaciones puntuales por parte de las autoridades—, no quiero imaginarme cómo hubiera sido si hubiéramos bajado la guardia.
Es cierto que Francisco también pidió concientizar a la Iglesia sobre “su culpa, sus errores y abusos cometidos en el presente y el pasado”, pero la oración a San Miguel parece ser la única acción concreta que el pontífice solicita para enderezar el barco. Y cómo podría ser de otra manera: si el culpable es el diablo, y no la estructura de autoridad vertical, acrítica, anacrónica, represiva y dogmática que él preside, la solución única es rezar.
Nada como echar mano de lo sobrenatural para que cualquier política verdaderamente sustantiva y eficaz quede en calidad de quítame estas pajas. Ante esto, solo queda abandonar toda esperanza: está claro que para que la Iglesia purgue sus crímenes tendrá que purgar su excepcionalidad, dejando de atribuirle a sus lugartenientes el estatus de conductos divinos, de seres sagrados por sacramentados cuyo reino no es de este mundo. Y como eso nunca va a suceder, a la infancia cristiana se la seguirá llevando el diablo.
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