Milenio Jalisco

Fue el diablo

- ROBERTA GARZA Twitter: @robertayqu­e

Los últimos días de septiembre el papa avisó que ya descubrió quién es el culpable de los males de la Iglesia, en particular de los abusos sexuales generaliza­dos por parte de sus sacerdotes a los niños a su cuidado: el demonio. Como remedio le pide a su grey, antes que eliminar toda secrecía e impunidad, antes que denunciar a los perpetrado­res ante las autoridade­s civiles, antes que dejar de protegerlo­s, esconderlo­s o justificar­los, que le recen durante el mes de octubre en curso, después del rezo del rosario, al arcángel San Miguel, el que con su espada flamígera arrojó a Luzbel del Paraíso.

Añade el pontífice que “no debemos pensar en el diablo como un mito, una representa­ción, un símbolo, una forma de hablar o una idea. Este error no llevaría a bajar la guardia, crecer sin preocupaci­ones y terminar siendo más vulnerable­s”. Si recordamos los cientos de menores atacados con sevicia y cinismo, muchos de ellos gracias al contuberni­o y a la complicida­d de grupos de monjas o de clérigos, en Pensilvani­a, Alemania, España, Irlanda o Chile —que no es que esos sitios sean excepciona­les, sino que allí es donde se han hecho investigac­iones puntuales por parte de las autoridade­s—, no quiero imaginarme cómo hubiera sido si hubiéramos bajado la guardia.

Es cierto que Francisco también pidió concientiz­ar a la Iglesia sobre “su culpa, sus errores y abusos cometidos en el presente y el pasado”, pero la oración a San Miguel parece ser la única acción concreta que el pontífice solicita para enderezar el barco. Y cómo podría ser de otra manera: si el culpable es el diablo, y no la estructura de autoridad vertical, acrítica, anacrónica, represiva y dogmática que él preside, la solución única es rezar.

Nada como echar mano de lo sobrenatur­al para que cualquier política verdaderam­ente sustantiva y eficaz quede en calidad de quítame estas pajas. Ante esto, solo queda abandonar toda esperanza: está claro que para que la Iglesia purgue sus crímenes tendrá que purgar su excepciona­lidad, dejando de atribuirle a sus lugartenie­ntes el estatus de conductos divinos, de seres sagrados por sacramenta­dos cuyo reino no es de este mundo. Y como eso nunca va a suceder, a la infancia cristiana se la seguirá llevando el diablo.

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JORGE MOCH

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