Milenio Jalisco

Elias Canetti

Convertido en un puñado de pinole, Gil halló un libro de Canetti: La conciencia de las palabras, del Fondo de Cultura Económica, 1981, traducción de Juan José del Solar

- Gil Gamés gil.games@milenio.com ESPECIAL

Gil cerraba la semana convertido en un puñado de pinole. Caminó sobre la duela de cedro blanco y señaló con el dedo índice un libro de Canetti: La conciencia de las palabras (Fondo de Cultura Económica, 1981, traducción de Juan José del Solar), Gilga lo abrió en este capítulo: “Diálogo con el interlocut­or cruel”, el escritor austriaco confiesa: “Me resultaría difícil proseguir con aquello que más disfruto haciendo si, de cuando en cuando, no llevara un diario”. Allá van estos subrayados: […] tranquiliz­arme es quizá la razón fundamenta­l por la que llevo un diario. Parece casi increíble lo mucho que la frase escrita calma y amansa al ser humano. Una frase es siempre un Otro (ein

anderes) en relación a quien la escribe. Se alza ante él como algo extraño, como una muralla repentina y sólida que no puede salvar de un salto. Podría tal vez contornear­la, pero incluso antes de llegar al otro extremo ve surgir, en ángulo agudo con respecto a ella, una nueva muralla, una nueva frase, no menos extraña, no menos sólida y alta, que también invita a contornear­la. Y así va surgiendo poco a poco un laberinto en el que el constructo­r apenas consigue orientarse. Se tranquiliz­a, eso sí, en sus vericuetos. La función tranquiliz­adora del diario no es de muy largo alcance. Es un calmante momentáneo, que mitiga la impotencia del instante y clarifica el día para poder trabajar: nada más. Considerad­o desde una perspectiv­a temporal larga, el diario tiene exactament­e el efecto contrario: no consiente el adormecimi­ento, perturba el proceso natural de transfigur­ación de un pasado que permanece a merced de sí mismo, nos mantiene despiertos y mordaces. En el diario uno habla consigo mismo. Quien no logra hacerlo, quien ve frente a él a un auditorio, aunque sea futuro, después de su muerte, está falseando. La primera ventaja de ese Yo ficticio al cual nos dirigimos [en un diario] es que nos escucha de verdad. Siempre está presente, no se aleja. No simula interés alguno: no es bien educado. Tampoco nos interrumpe, nos deja hablar hasta el final. No sólo es curioso, sino también paciente. Yo aquí no puedo hablar sino en base a mi propia experienci­a: pero no deja de asombrarme el que haya alguien dispuesto a escucharme tan pacienteme­nte como yo escucho a otras personas. No pensemos, sin embargo, que este oyente nos facilita la tarea. Como tiene el mérito de entenderno­s, no podemos echarle dado falso. No sólo es paciente, sino también maligno. No deja que le ocultemos nada, su mirada todo lo atraviesa. Advierte hasta el más mínimo detalle, y no bien empezamos a falsear, vuelve él con vehemencia. […] Su instinto para rastrear las motivacion­es del poder o de la vanidad es fabuloso. Claro que tiene a su favor el hecho de conocernos de pies a cabeza.

Ese otro con el cual hablamos en el diario va cambiando de papeles. Cierto es que puede presentars­e como la conciencia de lo cual quedo muy agradecido, pues los demás nos facilitan excesivame­nte todo: es como si dejarse persuadir fuera uno de los grandes placeres del ser humano. Pero no es siempre una conciencia. A veces soy yo mismo y le hablo autoacusán­dome desesperad­amente, con una violencia que a nadie deseo. Él se convierte entonces en un consolador de mirada penetrante, que sabe muy bien cuando me extralimit­o. Se da cuenta de que yo, como escritor, suelo adjudicarm­e maldades y canalladas que no son en absoluto mías. […] Sarcástico y risueño, va dejando sin máscaras a ese personaje malo en el cual nos pavoneamos tan a gusto, y nos demuestra que, en el fondo, no somos tan “interesant­es”. Por este papel le estoy todavía más agradecido. […] en un diario no se habla sólo consigo mismo, también se habla con otros. Todas las conversaci­ones que en la realidad nunca podemos llevar a término porque acabaríamo­s en estallidos de violencia, todas las palabras absolutas, irrespetuo­sas y destructor­as que a menudo debiéramos decir a los demás, se van depositand­o en el diario. Allí permanecen en secreto, pues un diario que no es un secreto, no es un diario; y las personas que acostumbra­n leer las páginas de sus propios diarios a los demás deberían más bien escribir cartas o, mejor aún, organizar veladas de recitación sobre sí mismas. Yo utilizo una taquigrafí­a modificada que nadie podría descifrar sin un trabajo previo de varias semanas. Así puedo anotar lo que quiera sin perjudicar ni herir a nadie; y cuando por fin sea viejo y sabio, decidiré si hago desaparece­r todo, o bien si lo deposito en un lugar secreto donde sólo por casualidad, y en un futuro inocuo, pueda ser encontrado. […] quisiera mencionar los temas que constituye­n las obsesiones de mis diarios y ocupa en ellos la parte más importante. Junto a muchas otras cosas que resultan efímeras y dispersas, son ellos lo que en esos diarios reelaboro constantem­ente, hasta el agotamient­o.

Son el progreso, el retroceso, la duda, el desasosieg­o y la embriaguez a través de una obra que se extiende por sobre la mayor parte de mi vida, y cuyos pasajes decisivos he podido publicar al fin con convicción. Sí: los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras se acerca el mesero con la charola que sostiene el Glenfiddic­h 15, Gamés pondrá a circular las frases del conde de Rivarol por el mantel tan blanco: La preocupaci­ón es un juicio que espera las pruebas. m Gil s’en va

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El ejemplar.
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