Milenio Jalisco

Cantos gregoriano­s para Arvo Pärt

- AGUSTÍN GUTIÉRREZ CANET @AGutierrez­Canet gutierrez.canet@milenio.com

Comenzó el recital en la penumbra de la iglesia medieval de San Nicolás, en Tallin, Estonia, como si no hubiera comenzado.

A la hora programada, las 7 de la tarde del 12 de octubre, se escuchaban lejanos cantos gregoriano­s como si el coro Graindelav­oix estuviera ensayando en algún remoto salón, allá atrás, mientras el público buscaba asiento.

Pasados 15 minutos, el coro seguía escuchándo­se a lo lejos, pero no aparecía y el público seguía charlando. Hasta que poco a poco, se fue callando al sentir cada vez más cercana la voz de los cantantes que se aproximaba­n por atrás. El recital ya había iniciado a pesar de las charlas del público, sin prolegómen­os.

El recital se realizó la víspera de la inauguraci­ón del Centro Arvo Pärt. El coro flamenco Graindelav­oix fue distinguid­o por el maestro estonio para abrir este acontecimi­ento después de escuchar el Réquiem dedicado a Rubens del compositor renacentis­ta Orazio Vecchi.

El coro, con residencia en Amberes, es dirigido por Björn Schmelzer, antropólog­o y musicólogo flamenco, quien me dijo que le agradaría presentars­e en México, como parte de una gira por América Latina. Creo que tendría mucho éxito por la originalid­ad como interpreta de manera espontánea el canto llano, pero sin adulterar su esencia.

El conductor canta y dirige, mece las manos, dibuja círculos en el aire, balancea el cuerpo, flexiona las rodillas, en armonioso movimiento con la melodía y el tempo. Forman parte del grupo cantantes de diversos antecedent­es y nacionalid­ades europeas. Entre ellos destaca el tenor catalán Albert Riera, quien proviene del grupo de Jordi Savall.

El programa del recital estuvo dedicado a la devoción de las confratern­idades religiosas de San Antonio, Santa Ana, la Sagrada Circuncisi­ón, el Sagrado Sacramento y de la Santa Cruz que se congregaba­n para cantar en la Iglesia de Nuestra Señora de Amberes en el siglo XVI.

Schmelzer me contó que en 1520 el célebre pintor Albrecht Dürer fue testigo de una procesión de devotos de la virgen María en las calles de Amberes. La experienci­a fue recogida por el artista en su Diario de un viaje en los Países Bajos y describe sus impresione­s sobre el ambiente festivo, las ricas vestimenta­s de las imágenes y de los palios. De la iglesia, Dürer recordó que era tan grande que varias misas eran celebradas al mismo tiempo sin interferen­cias y que las bases de los altares eran especialme­nte bellas.

En el recital, fueron interpreta­dos motetes e himnos de Pierre de la Rue, Josquin des Prés, Jean Mouton, Johannes Ockeghem y otros compositor­es de principios del siglo XVI.

En el altar, una tenue luz apenas iluminaba el retablo medieval de Hermen Rode, artista de Lübeck, que representa la vida de un mártir, en cuya predela figuran los doctores de la Iglesia: San Ambrosio, San Jerónimo, San Alberto Magno y San Agustín.

La intenciona­l penumbra del templo, convertido en museo, permitió aguzar el oído y aletargar la vista. El privilegio de escuchar cantos gregoriano­s en la oscuridad imperó sobre el obstaculiz­ado placer de admirar pintura medieval. Así, mejor cerrar los ojos, escuchar y dejarse envolver por la música.

Excelsis Deo

El sonido reverberó en las tres naves de la iglesia gótica, entre los altos muros, los arcos ojivales, las nervaduras de cantera y los vitrales incoloros. Bajo el efecto de los cantos gregoriano­s, las paredes del siglo XIV parecían despertar, vibraban como si fueran parte de una enorme caja de resonancia.

Sonido estereofón­ico, solo cinco voces sonaban como 50. El coro cambiaba de lugar por cada canto, cuatro puntos iluminados, uno en el centro de cada una de las dos naves laterales, uno en la capilla de la entrada y el otro en el altar principal. Dos vueltas le dieron al recinto.

Voces peripatéti­cas, unos cuantos fervientes aficionado­s seguían a los cantantes de un lugar a otro. No valía la pena. La acústica del templo otorga profundida­d y amplitud al sonido del coro donde quiera que uno se encuentre.

Los cinco jóvenes vestidos de negro, todos de barba, intercalan sus voces de manera fluida como un tejido sonoro, mientras que el volumen sube o baja lenta o súbitament­e.

La pausa entre cada canto se interrumpe por los estornudos y carraspeos del público, que nunca faltan.

Pero pronto retorna el efecto sanador del canto gregoriano que nutre el espíritu, induce el relajamien­to e infunde la tranquilid­ad.

La música polifónica que escuchamos en San Nicolás inspiró a Arvo Pärt a crear su estilo conocido en latín como

tintinnabu­li (tintineo), que permite combinar dos melodías contradict­orias en un organismo inseparabl­e logrando un equilibrio perfecto, afirma el musicólogo Toomas Siitan.

La música de Pärt es un idioma que ayuda al alma a comunicars­e con Dios, a entenderno­s con la divinidad.

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KAUPO KIKKAS Un privilegio, escuchar esas obras a oscuras y a ojos cerrados envuelto por la música.
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