Sin señas del porvenir
Don Gerardo Cárdenas, personaje de ésos que nos topamos en la vida y acaban marcándonos, este año habría cumplido algo así como 101 años, solía contar historias breves, divertidas, aunque no eran chistes, y un tanto aleccionadoras, pero tampoco incluían una moraleja. Era oriundo de Saltillo y esta semana recordé una de sus narraciones; según se la oí hace cuarenta años, sucedió por aquellos rumbos, ofrezco disculpas a sus hijas, a sus hijos, numerosos, si fallo en los detalles, la cuento según mi memoria infalible la ha modificado.
Contaba don Gerardo que muchos años atrás (se refería, según yo, a los comienzos del siglo XX) atenazó al norte del país una sequía devastadora; ganaderos y agricultores nomás veían al ganado y las cosechas perderse, estaban tan desesperados, tan desesperanzados, que cuando uno de ellos mencionó que sabía de un saurino que adivinaba el futuro por medio de valorar señas de la naturaleza que nomás él podía interpretar, todos exigieron llevarlo para, de una vez por todas, saber a qué le tiraban con la falta de agua. Don Gerardo daba con el momento para contar sus historias y se garantizaba el máximo de atención; el acuerdo implícito era que quienes lo rodeábamos escucharíamos sin interrumpir, salvo para ejercer la risa, por lo que no era cosa de, sin más ni más, preguntar: ¿qué es un saurino? Escribo el vocablo como para mí sonó; en el diccionario no daremos con él, tampoco si escribimos: zaurino, aunque con esta grafía damos con “zahorí”: “Persona a quien se atribuye la facultad de descubrir lo que está ocultó, especialmente manantiales subterráneos.” Claro, el asunto era escasez de agua, entonces: zahorí-zaurino. El caso es que los atribulados por la falta de lluvia acordaron traer al zaurino, sin reparar en gastos. Días después, el susodicho llegó y una casi multitud se arremolinó en la plaza para verlo, para implorar con la mirada que propiciara el agua; él, circunspecto, con un gesto inculcó silencio y pidió a los líderes que lo condujeran al campo. Su arte reclamaba recorrer los caminos para atender los signos que se impusieran a su avispada vista. Lo siguió un gentío; el zaurino parecía desplazarse sin tocar el suelo, iba delante de los interesados y los curiosos. Anduvo media hora y de pronto, se detuvo, alzó los brazos, volteó a todas partes y echó a andar otra vez. Pasó otra hora; a sus espaldas la expectación y el respeto casi reverencial se volvieron impaciencia y cuchicheo sordo. Minutos más tarde, de entre un maizal sediento brotó una parvada de cuervos, tres se posaron sobre la alambrada que lindaba el predio más próximo. El sabio paró la marcha, extendió los brazos (era su tic) y exclamó: ¡ah, al fin, la señal! La emoción paralizó al grupo, los ricos se acercaron al mago y éste comenzó su predicción: si cuervos alzan el vuelo desde una siembra de maíz y tres se posan en un alambre de púas, sólo hay dos posibilidades… con los ojos recorrió a los que lo circundaban, la tensión era tanta que el conjunto inmóvil aparentaba componer un paisaje pintado al óleo; antes de que algo inopinado interrumpiera la magia, el zaurino retomó su anuncio: si tres cuervos vuelan desde un maizal y se detienen en una alambrada, hay dos posibilidades: o llueve o sigue la sequía. Lo mataron al instante, concluyó don Gerardo.
Esto recordé de mi querido mentor, el lunes, una desazón indefinible me traía a mal traer; como todos los días, a eso de las seis de la mañana, fui a la cochera a por un Milenio peculiar, esa madrugada traía untados sus cuervos: un sello sobre el nombre del diario indicaba que recibí un “ejemplar de cortesía” sobre el que había un mensaje escrito a mano, con pluma (literal): oy termina su suscrición gracias. Si tal sucede, medité, luego de quince años de ser, en el buen sentido, milenarista, sólo hay dos opciones: o nos aguardan buenos y propicios gobiernos o serán como siempre. Tengan piedad, no me maten, los tiempos aún no dan con el zaurino indicado.