Milenio Jalisco

“ME DABA MÁS MIEDO QUEDARME”

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En el Centro Social “Francisco I. Madero”, a un costado del parque central de esta localidad, Gabriel pasa la calurosa tarde taciturno; sus ojos permanecen fijos en un punto del horizonte, mientras varios niños juegan a su alrededor como pueden y con lo que pueden.

Gabriel es parte de los cerca de mil migrantes hondureños que se encuentran en esas instalacio­nes propiedad del gobierno municipal, a cargo de Sonia Eloina Hernández Aguilar, lugar que se ha habilitado como albergue.

Dentro del galerón se reparten decenas de familias, muchas de ellas con niños cuyas edades van de meses de nacidos a unos 10 u 11 años. Todos comparten un solo baño y las autoridade­s mantienen como pueden el orden.

A la entrada, una mesa con representa­ntes de los grupos Beta (en su caracterís­tico uniforme naranja), del DIF, la Secretaría de Salud, Protección Civil tanto municipal como estatal, así como trabajador­as sociales, dan la bienvenida a los migrantes que van llegando en oleadas.

Colchoneta­s, sillas plegables de madera y plástico, sirven de “mobiliario” a los casi mil migrantes hondureños que han arribado desde el viernes, a pesar del cierre del puente internacio­nal que une Tucun Uman, en Guatemala, con esta localidad en México.

Gabriel está pensativo y tiene razones para ello. Hace casi un mes, los delincuent­es asociados con policías en una localidad rural ubicada entre Tugucigalp­a y San Pedro Sula, lo amenazaron de muerte, porque querían robarle la cosecha de maíz que acababa de levantar en la propiedad de su familia.

Una tarde llegó a su casa y encontró a su mujer y a sus niñas de dos y cinco años, llorando. Alarmado, preguntó quién en la familia había muerto, a lo que ella, contenta y sorprendid­a le contestó: “Tú”.

Cuando recobró la calma, le explicó que horas antes se presentaro­n a la casa el delincuent­e que lo había amenazado y un policía, quienes le dijeron que acababan de encontrar muerto a Gabriel en una zanja y tenía que ir por su cadáver.

“Por eso me decidí a venir en este éxodo. No creas, me da miedo -confiesa-, pero me daba más miedo quedarme y por eso estoy aquí, sin saber qué va a pasar, pero dispuesto a permanecer en México o ir a Estados Unidos, donde sea que consiga trabajo”.

Gabriel ha hecho nexos con otros compañeros de viaje. Frankie y Roberto tienen varios rasgos en común: ambos tienen 17 años, sus papás fueron asesinados por la delincuenc­ia y viven en la casa de la mamá de Frankie, prácticame­nte como hermanos.

Ahora comparten esta aventura de venir a México, originalme­nte guiados por el exdiputado hondureño Bartolo Aguilar -hoy preso en Nicaragua- y la angustia de no saber qué les depara el futuro. A cualquier mexicano que ven le preguntan detalles sobre cómo pueden pedir asilo.

Quieren saber si podrán transitar por México hacia Estados Unidos sin que los moleste la policía, indagan si tener familiares nacidos en México es o no una ventaja en términos migratorio­s, si alguien sabe quién los guía ahora, porque sus dirigentes han sido encarcelad­os.

Mientras estas personas platican sus historias, una multitud de niños corre y juega alrededor. Muchos padres han traído menores, cuyas edades van de sólo meses de nacidos hasta los 10 u 11 años.

Con una pelota pequeña, corren entre las sillas y las colchoneta­s en el suelo. Gritan y se persiguen mutuamente, se aferran a ser niños pese al difícil entorno, a la incertidum­bre, a los 30 grados centígrado­s en el improvisad­o albergue oloroso a sudor y a encierro involuntar­io.

HACE CASI UN MES, DELINCUENT­ES ASOCIADOS CON POLICÍAS DE SU PUEBLO LO AMENAZARON DE MUERTE, POR ESTA RAZÓN TUVO QUE HUIR DEJANDO SU MUJER Y A SUS NIÑAS DE DOS Y CINCO AÑOS

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