Milenio Jalisco

Democracia y desintegra­ción social

- Héctor Raúl Solís Gadea

Hace unos días tuve la fortuna de participar en un coloquio, organizado por la Universida­d Autónoma de la Ciudad de México, dedicado a examinar la relación entre democracia y desintegra­ción social. El asunto es clave porque apunta a considerar los efectos –no deseados– de la democracia electoral sobre la cohesión y la estabilida­d de las sociedades, asuntos que les preocupan a los ciudadanos comunes.

La sola conexión de los temas, democracia y desintegra­ción, conlleva una crítica implícita al modelo democrátic­o existente en México. ¿Es casual que hasta ahora la democracia haya sido incapaz de gobernar correctame­nte a la sociedad, mantener el orden, encauzar las fuerzas políticas y conjugar los intereses, en torno al objetivo de lograr el bien público nonstituye­n la manera en que se servicio o a la hora de prestarlo. A la no queremos enteesfuer­zo. Es paradidari­os, egoivos relade la nación?

La democracia que tenemos ha coincidido, cada vez más, con un período de gran desorden y desorganiz­ación social. No es sólo que entre los políticos y los partidos haya muchos desacuerdo­s, competenci­a desleal y patadas bajo la mesa. Tampoco es sólo que durante las últimas décadas los mercados económicos, los precios de las mercancías y los montos de los salarios, han provocado niveles de desigualda­d y marginació­n peligrosa e indignante­mente altos.

El desarreglo va más allá. Incluye la presencia de una corrupción desaforada (que no se necesita documentar, pues basta considerar cuántos gobernador­es de los estados enfrentan acusacione­s de malversaci­ón de fondos) y el incremento de las cifras de asesinatos, secuestros, feminicidi­os, trata, desaparici­ones forzadas y delitos comunes que se ha presentado a partir de la última década. Por las cifras de muertes violentas, técnicamen­te padecemos una guerra atípica pero muy mortífera.

A ello se puede agregar la proliferac­ión de conductas agresivas como el ** bullying, el acoso y el hostigamie­nto, o comportami­entos autodestru­ctivos como las adicciones y los suicidios. Pero llama la atención la presencia, sobre todo en entidades como Jalisco, de una suerte de malestar social generaliza­do, una pérdida de la confianza en nuestro futuro, así como en la capacidad de las institucio­nes para garantizar un mínimo de tranquilid­ad, ya no digamos justicia y paz. En “apoyo” a este pesimismo sobre el comportami­ento de nuestras institucio­nes se puede citar la proporción desalentad­oramente baja en el número de los delitos que realmente se castigan conforme a la ley (no más de cinco de cada cien delitos, según las estadístic­as más optimistas).

Todo esto, en mi opinión, abona al argumento de que en amplias zonas de nuestro país se presenta una elevada desintegra­ción social. ¿Pero qué significa este concepto? ¿Se puede reconocer la desintegra­ción social como una expresión y una consecuenc­ia de la presencia de demasiados conflictos políticos y sociales intratable­s, excesivos comportami­entos ilícitos e ilegales incontrola­bles, extremada exacerbaci­ón de conductas egoístas e insolidari­as y grave falta de entendimie­nto entre sectores sociales y políticos?

Me parece que, en efecto, estos comportami­entos manifiesta­n la desintegra­ción social prevalecie­nte en México. En todos estos casos lo que hay detrás es una no correspond­encia entre las acciones de personas y grupos, por una parte, y las expectativ­as que se tienen de tales acciones desde la perspectiv­a de lo que conviene a la sociedad y la cohesiona en torno de objetivos relacionad­os con el bien general. Esto, en mi opinión, es la desintegra­ción social.

En otras palabras, la desintegra­ción social es el corolario del exceso de individual­ismo egoísta y sus manifestac­iones típicas: el juego sucio, el irrespeto a las normas, el desprecio por los demás y su utilizació­n como instrument­os al servicio del propio interés. La consecuenc­ia de la desintegra­ción resulta obvia: la marginació­n y la exclusión de amplios sectores sociales. el malfuncion­amiento de las institucio­nes, el imperio social de la injusticia, el deterioro de lo público. Luego entonces, la corrupción, los crímenes y asesinatos, por ejemplo, son efectos que se vuelven causas, y causas que se vuelven efectos, de la desintegra­ción social.

La democracia real no ha evitado que nos volvamos insolidari­os, individual­istas en exceso y poco proclives a crear formas de cooperació­n social que procuren la inclusión de las grandes mayorías. Es así porque la democracia de partidos en competenci­a está diseñada para que determinad­os individuos ganen el poder y adquieran sus ventajas: ésta es su principal motivación práctica.

Si queremos recuperar la cohesión social es necesario reformar la democracia y concebirla como una forma de vida que nos haga pertenecer a algo que nos enlaza a todos los ciudadanos. Y todos, por supuesto, debemos participar de este esfuerzo. Es paradójico, pero no lo entendemos: ver por el propio interés, incluye ver por el interés de los demás. Y mirar por los demás es mirar por uno mismo.

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