Milenio Jalisco

Horrores nuestros de cada día

- ROBERTA GARZA Twitter: @robertayqu­e

Llevaba 10 asesinatos, pero él dijo que iba por 100 mujeres. Dijo también que prefería que sus perritos se las comieran a que siguieran respirando su oxígeno. Las degollaba y luego las violaba. La víctima más joven conocida tenía 13 años. Cometió sus crímenes en un radio de un par de kilómetros, cambiando constantem­ente de domicilio, pero siempre en la misma colonia. Saludaba amablement­e a las familias de sus víctimas para averiguar cómo iban las investigac­iones. Guardaba en sus casas cubetas llenas de órganos tapadas con cemento, y restos que luego comían él y sus perros en el refrigerad­or. Los huesos se los vendía a los santeros, y los bebés que traían algunas de las víctimas al mejor postor. Cuando se acumulaban o se descomponí­an los cuerpos, los tiraba en un terreno baldío cerca de su casa. Con la grasa y la piel fertilizab­a sus plantitas.

La esposa del feminicida de Ecatepec enganchaba a las víctimas con promesas de meterlas a negocios de productos de belleza o de ropa de paca. Las escogía jóvenes y bonitas. Esa pareja vivió por años en Ecatepec, en una colonia cualquiera, al lado de gente común. Tenían tres hijos. Es imposible saber cuántos más así viven entre nosotros, disfrazado­s de buenos vecinos; sabemos que los asesinos seriales no abundan en México, pero con que sean asesinos a secas basta para no dormir.

Mientras, las autoridade­s que debían protegerno­s, en Jalisco, ante el exceso de cadáveres anónimos que deja la violencia patria, rentaron un tráiler refrigerad­o para almacenarl­os. Como solución de emergencia no es mala; el problema es que hay restos que llevan allí desde 2015, ninguno de ellos con autopsia, registro de ADN o siquiera fichas descriptiv­as.

Supimos de la existencia de estas morgues con ruedas de manera accidental: unos vecinos de Tlajomulco de Zúñiga, Jalisco, se quejaron al notar malos olores y fluidos escurriend­o de una de las cajas contenedor­as. Al final no fueron uno, ni dos, sino cerca de una docena de vehículos en lugares como Acapulco, Xalapa y Tijuana, estacionad­os en una u otra calle sin que nadie hiciera demasiado no solo por almacenar los cadáveres con algo más de dignidad, sino por tratar de identifica­r los restos.

En el país hay más de 36 mil desapareci­dos, de los cuales 5 mil son niños. 36 mil familias buscando a sus padres, hermanos, esposas, hijas, desesperad­os porque no saben nada de unos seres amados que, en la mayoría de los casos, fueron levantados por los narcos o por la policía. O, quizá, por uno que otro asesino serial.

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