Horrores nuestros de cada día
Llevaba 10 asesinatos, pero él dijo que iba por 100 mujeres. Dijo también que prefería que sus perritos se las comieran a que siguieran respirando su oxígeno. Las degollaba y luego las violaba. La víctima más joven conocida tenía 13 años. Cometió sus crímenes en un radio de un par de kilómetros, cambiando constantemente de domicilio, pero siempre en la misma colonia. Saludaba amablemente a las familias de sus víctimas para averiguar cómo iban las investigaciones. Guardaba en sus casas cubetas llenas de órganos tapadas con cemento, y restos que luego comían él y sus perros en el refrigerador. Los huesos se los vendía a los santeros, y los bebés que traían algunas de las víctimas al mejor postor. Cuando se acumulaban o se descomponían los cuerpos, los tiraba en un terreno baldío cerca de su casa. Con la grasa y la piel fertilizaba sus plantitas.
La esposa del feminicida de Ecatepec enganchaba a las víctimas con promesas de meterlas a negocios de productos de belleza o de ropa de paca. Las escogía jóvenes y bonitas. Esa pareja vivió por años en Ecatepec, en una colonia cualquiera, al lado de gente común. Tenían tres hijos. Es imposible saber cuántos más así viven entre nosotros, disfrazados de buenos vecinos; sabemos que los asesinos seriales no abundan en México, pero con que sean asesinos a secas basta para no dormir.
Mientras, las autoridades que debían protegernos, en Jalisco, ante el exceso de cadáveres anónimos que deja la violencia patria, rentaron un tráiler refrigerado para almacenarlos. Como solución de emergencia no es mala; el problema es que hay restos que llevan allí desde 2015, ninguno de ellos con autopsia, registro de ADN o siquiera fichas descriptivas.
Supimos de la existencia de estas morgues con ruedas de manera accidental: unos vecinos de Tlajomulco de Zúñiga, Jalisco, se quejaron al notar malos olores y fluidos escurriendo de una de las cajas contenedoras. Al final no fueron uno, ni dos, sino cerca de una docena de vehículos en lugares como Acapulco, Xalapa y Tijuana, estacionados en una u otra calle sin que nadie hiciera demasiado no solo por almacenar los cadáveres con algo más de dignidad, sino por tratar de identificar los restos.
En el país hay más de 36 mil desaparecidos, de los cuales 5 mil son niños. 36 mil familias buscando a sus padres, hermanos, esposas, hijas, desesperados porque no saben nada de unos seres amados que, en la mayoría de los casos, fueron levantados por los narcos o por la policía. O, quizá, por uno que otro asesino serial.
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