Augusto Chacón
El turno es para el nosotros
La historia, postuló alguno, es el eterno retorno: cuando creemos haber dado pasos adelante, en realidad volvemos a un punto previo. Cuando Miguel Hidalgo y sus amigos decidieron mudar el estado de cosas en la Nueva España, achacaron la culpa de su insurgencia a los franceses, lo que urgía era que Fernando VII volviera al trono, luego apareció el peine: según avanzó la Revolución de Independencia no fue necesario invocar al demonio Napoleón, la culpa por la injusticia, la falta de libertad y por la esclavitud, era de los españoles: fuera los gachupines y a recomenzar como es debido. Después, perdón por la reducción, con una dosis de sarcasmo dimos con que la culpa originaria fue de los tlaxcaltecas; de lo que no era difícil sacar en conclusión que ni indios, ni españoles: mexicanos, y entonces, la culpa de los tlaxcaltecas se magnificó: no sólo traicionaron a quienes habitaban México antes de que Colón se pusiera necio con que por este rumbo estaba el atajo a la India, también a los barbados y encaballados que violentamente se alzaron con los tesoros que había en estas tierras, y al cabo terminaron por dejar de ser españoles. Pero una vez que con la fatalidad que solemos practicar para explicarnos a nosotros mismos repartimos las culpas, las cosas variaron, pero nomás de nomenclatura: de tlatoani a virrey, de encomendero a jefe político a dictador, presidente, cacique; por denominaciones para quienes ejercen el autoritarismo correspondiente, al que nada nos cuesta retornar, no paramos.
Ya con una Constitución para la República que resumía las búsquedas políticas y sociales de más de un siglo, accedimos a las culpas abstractas: la culpa de los males (corrupción, desigualdad, fallida representación política, injusticia, exclusión, democracia roma) es de las leyes, así que, cambiémoslas todas. Es patético que cualquiera de los poderes Legislativos, nacional y locales, anuncien cosas como: se acabó la violencia contra las mujeres, los senadores aprobamos una ley que eleva las penas… etcétera. O sea que la culpa no es de los violentos, presuntos criminales, o de los arreglos sociales y políticos que admiten que en tratándose de mujeres volteemos a mirar para otro lado, la culpa es de las leyes. Malditas.
El progreso conceptual es magnífico, ya que en un año se cumplirán 500 de que Hernán Cortés desembarcó en esta parte de América, toca apreciarlo: de culpar a los tlaxcaltecas pasamos a señalar a las leyes convencionales, dignos herederos de la Ilustración. Pero si ya identificado el culpable siguen tercas y rutinarias la injusticia, la pobreza, la desigualdad, la corrupción y las exacciones, contra buena parte de la población, no queda sino buscar otros culpables; hay que ocuparse de unos de ellos: ésos y ésas que no participan para solventar los asuntos comunes, han dejado el campo libre para que grupos pequeños de poder y de criminales medren a sus anchas. Por miedo, por supervivencia, porque no queda de otra, abandonamos el espacio público y nos están comiendo el mandado; y no sólo huimos del lugar el físico, miremos lo que pasa en los medios de comunicación: por miedo, por instinto de supervivencia, porque no les queda de otra, los medios habituales abandonan de a poco las nociones de lo público que eran constitutivas de su naturaleza y ya ni en el imaginario tejemos comunidades. Sí, la culpa es de la no participación; ya testificamos cómo los resortes del sistema rechinaron ante el impulso anti-corrupción; ese rechinido fue tan audible que lo creado para erradicar a los corruptos está en peligro de volverse un resorte más, inútil, del duradero esquema político, campeón para fingir que sí y no obstante dejarnos en las mismas. Salvo que la participación no mengüe. Es decir: el futuro mejor no pende del esperpento llamado cuarta transformación, en cambio de hallarle el gusto a considerar que sí podemos reinventar la soldadura que nos hace una sociedad; o sea, reinventarnos, pero no como individuos, como grupo.