Augusto Chacón
Saber elegir la lucha
Por estas fechas las elecciones se resuelven a favor de hombres y mujeres con fama; según dos connotaciones del vocablo, una la podemos entresacar de un libro de Julio Cortázar, Historias de Cronopios y de Famas: “Los famas son capaces de gestos de una gran generosidad, como por ejemplo cuando este fama encuentra a una pobre esperanza caída al pie de un cocotero, y alzándola en su automóvil la lleva a su casa y se ocupa de nutrirla y ofrecerle esparcimiento hasta que la esperanza tiene fuerza y se atreve a subir otra vez al cocotero. El fama se siente muy bueno después de este gesto, y en realidad es muy bueno, solamente que no se le ocurre pensar que dentro de pocos días la esperanza va a caerse otra vez del cocotero. Entonces mientras la esperanza está de nuevo caída al pie del cocotero, este fama en su club se siente muy bueno y piensa en la forma en que ayudó a la pobre esperanza cuando la encontró caída.” La otra connotación se refiere a quienes disfrutan de la fama, o quizá debamos decir: la detentan, los que son reconocidos sólo porque son ellos, a despecho de lo que hagan o digan. De estos famas están rellenas las urnas, y luego los gobiernos.
Al respecto se nos ocurre reflexionar (ojalá que el verbo no resulte excesivo) porque casi sin darnos cuenta, la crítica sobre el trabajo de los gobernantes, de los políticos, se desvió: de evaluar lo que realizan en calidad de, por ejemplo, presidente de la República y a lo que está obligado, anteponemos las consideraciones que sobre él tenemos en tanto persona, lo que incluye usar como criterio lo simpático, o no, que nos resulte, así la crítica pierde sentido y eficacia, aunque gane en adjetivos, porque los famas tienen leales dispuestos a abrigarlos sin que les importe si en la función pública su paladín incurre en tonterías y hasta en ilegalidades, como si la fama también acarreara infalibilidad. Los famosos y quienes los soportan diseccionan a la sociedad de manera simple: si el caudillo es perfecto, quienes señalan sus yerros son falsarios, y más, son el enemigo, y más aún: suponen que sin esos enemigos en el paisaje todo quedaría instantáneamente resuelto. Esto abre paso al rasgo que más fortalece al gobernante y al político afamado: el de víctima; quienes descreen del famoso son los perversos, el ciclo se cierra y recomienza: cada palabra de los críticos confirma la condición de víctima inocente del idolatrado y así, su infalibilidad.
Por lo tanto, si se trata de alzarse con un poder duradero, a prueba de los yerros que se cometan y de la ignorancia que se ponga en práctica, el meollo está en llegar a la posición de famoso; y quien pretenda afamarse debe creer íntimamente la especie de que jamás falla, adoptar la actitud de que está dispuesto a lo que sea, a-lo-que-sea, para defender sus posturas, asimismo está obligado a narrar sus andanzas en el tono de quien anuncia lo nunca hecho, lo nunca dicho o visto, y entre líneas tiene que ser enfático: quien no vea las cosas como él, odia el progreso, la verdad y odia a quienes lo respaldan.
Parece caricatura, quizá es descripción realista de lo que sucede en no pocas naciones: la entronización de gobiernos democráticos cuyo principal fin consiste en sostener con tenacidad su aire de infalibilidad, revestido de victimismo, en sociedades que favorecen los guiones políticos que se constriñen al conflicto personal y desestiman la resolución dialogada e incluyente de los problemas comunes. Tenemos de muestra la reciente elección en Estados Unidos: el fama por antonomasia y su clientela se enfrentaron a los malignos otros, y viceversa; ahora los segundos, que algo consiguieron en la Cámara Baja, enfrentan un dilema: lanzarse contra el fama porque es él, o sea, contra casi nada, o armar desde el legislativo una trama que se haga cargo de los ingentes problemas que asedian a su país. Pero, y esto nos atañe: ¿cómo identificar cuando la lucha contra el fama es en verdad la causa fundamental?
La crítica sobre el trabajo de los gobernantes, de los políticos, se desvió