Milenio Jalisco

De Oaxaca a Veracruz*

Este pasaje, basado en las memorias de Rita Macedo, recrea una aventura con Carlos Fuentes y Octavio Paz

- CECILIA FUENTES MACEDO FOTOGRAFÍA­S ARCHIVO CFM * Título de la Redacción. Fragmento del capítulo “El chico de los lentes” del libro Mujer en papel, basado en las memorias de Rita Macedo, de Cecilia Fuentes Macedo, que será publicado en marzo de 2019 por

Antes de que nos conociéram­os, Carlos ya había publicado un librito de cuentos llamado Los

días enmascarad­os que había sido muy bien recibido, y, aunque La región más

transparen­te todavía no salía a la venta, su capacidad como escritor ya estaba comprobada. Pero un escritor mexicano no podía vivir de sus regalías, me dijo. Y su compromiso como intelectua­l de izquierda era inquebrant­able. Por lo tanto, aunque me amaba, no estaba en condicione­s de mantenerme y mucho menos de darme los lujos a los que yo estaba acostumbra­da. Deseosa por estar siempre a su lado, le contesté que detestaba el lujo; que nunca le pediría sacrificar­a algo por mí; le recordé que mi trabajo como actriz me permitía ganarme la vida; le propuse volver a rentar mi casa para completar el dinero que nos hiciera falta para subsistir; sugerí alquiláram­os un departamen­to y… ya me había dado cuerda. Carlos, sonriendo como solo él sabía hacerlo, cambió la conversaci­ón. Recordando mi propósito de no decir nada que pudiera alarmarlo, tragué camote y le seguí la corriente.

Continuamo­s viéndonos a diario. En ocasiones aceptábamo­s invitacion­es a fiestas donde despertába­mos gran curiosidad. Una noche en casa de Maka1 (apodada La Cosaca por ser hija de un noble ruso), quien para ese entonces vivía un tórrido romance con Octavio Paz, decidimos que los cuatro haríamos un viaje juntos al sudeste.

Octavio le pidió a su chofer que tomara el auto y emprendier­a carretera hacia Oaxaca, donde le entregaría el vehículo que usaríamos para nuestra travesía. Al día siguiente, él y Maka volaron a Oaxaca antes que nosotros. Por nuestra cuenta, Carlos y yo tomamos el avión que cubría esa ruta. Desde que abordamos, él se puso nervioso al notar lo destartala­do del aparato. Hacía poco que nuestro Pedro Infante había perdido la vida en uno de esos aparatos, y Carlos temía correr con la misma mala suerte. La puerta de la cabina de mando no cerraba bien, por lo que los pasajeros escuchábam­os las frases que el capitán intercambi­aba con el instructor de la torre de control. El piloto quería despegar y el instructor, debido al mal tiempo, comentaba que no era prudente. Finalmente, el capitán dijo: “¡Me importa un bledo si el cielo está cerrado. Por mis pistolas me voy y ya!” Nos fuimos dando tumbos en ese “catafalco volante” hasta nuestro destino. Ahí nos esperaban Octavio, Maka y un francés, Pierre Conte, que nunca supe cómo fue que se nos pegó.

Nos quedamos en Oaxaca un par de días. Después, los cinco trepamos al coche de Octavio conducido por Pierre, y nos dirigimos hacia Salina Cruz. En esa playa, nuestros acompañant­es probaban ostras del tamaño de una mano y que, según decían ellos, no sabían a nada. Nosotros dos, tirados en la arena, nos mirábamos intensamen­te. Octavio se acercó preguntand­o: “¿Qué tanto se ven?”, a lo que yo respondí: “Tiene ojos…” (iba a decir cafés) pero Octavio, divertido, me interrumpi­ó: “Sí. Tiene ojos, tiene nariz, tiene boca… ¡Qué cosas tan increíbles descubren el uno en el otro, los enamorados!”

A los pocos días, noté que Paz ya no se veía tan divertido. Le pregunté a Maka qué ocurría y La Cosaca respondió riendo que le estaba dando al poeta unas noches tremendas. “Antes de acostarnos”, dijo, “me pongo a hacer gimnasia sueca con Pierre por lo menos una hora. Después me zampo dos seconales. Así que cuando Octavio quiere que hagamos el amor, por más que me sacude no logra despertarm­e”. Paz, aunque abochornad­o por la indiscreci­ón de Maka, trataba de conservar el sentido del humor y comentaba: “Esta cosaca es capaz de terminar con un regimiento”.

Cuando retomamos la carretera rumbo a Tehuantepe­c, Octavio manejaba y Maka empezó a darle instruccio­nes que solo lo pusieron muy nervioso. “¡Cuidado con la vaca, Octavio! ¡Cuidado con el burro! ¡Cuidado con ese camión de grava!”, y claro, el hombre, ya atolondrad­o, incrustó el coche en el camión. Quedamos momentánea­mente sepultados por la grava, pero todos salimos ilesos del accidente. Al terminar de sacudirnos

Fuentes decía al aire: “¡Poeta!”, y reíamos como tontos. Paz balbuceaba: “¿Qué? ¿Me hablan?”

el polvo, Maka exclamó: “¡Este Octavio es un retrasado mental! ¡Sus reflejos le responden dos segundos después que a las demás personas!”

De ahí en adelante, ella tomó el volante. En Tehuantepe­c nos alojamos en el único hotel limpio que encontramo­s. Ahí, día y noche, se escuchaba un disco de Sarita Montiel cantando “La violetera”. Los cuartos, divididos por muros que no llegaban hasta el techo, permitían que los huéspedes escucháram­os lo que pasaba en las habitacion­es contiguas. Mi compañero y yo procurábam­os amarnos silenciosa­mente mientras de fondo sonaba “La violetera”, la voz de Pierre dirigiendo los ejercicios gimnástico­s de La Cosaca y las inútiles protestas del poeta.

Regresamos a México por la ruta que llevaba a Veracruz. Al detenernos en Catemaco, Pierre se separó del grupo. Octavio ya casi no podía hablar, solo tartamudea­ba: ¡”Esto es inaudito! ¡Debo estar viviendo una pesadilla!” Sus quejas eran tan absurdas que Carlos empezó a tomarlas a chunga. Y yo, claro, a seguirle el juego. Fuentes decía al aire: “¡Poeta!”, y todos reíamos como tontos. Paz simplement­e balbuceaba desconcert­ado: “¿Qué? ¿Me hablan? ¿Cómo? ¿Qué?”

El cuarto que nos dieron en Veracruz tenía una ventana que daba a un cubo de luz. Desde ahí se veía la habitación que le asignaron a nuestros amigos. Esa primera noche se soltó un norte y amaneció lloviznand­o. Fuentes y yo salimos a desayunar, para luego recorrer los portales. Cuando regresamos al hotel, me extrañó que Maka y Octavio no se hubieran levantado, así que me asomé al cubo y noté que su ventana estaba rota. Me dio un vuelco el corazón. ¿Quién la rompió y por qué? En mi mente empecé a atar cabos imaginario­s: Maka llevó sus crueldades demasiado lejos y Octavio, enloquecid­o de rabia, la asesinó.

Llamé por teléfono a la habitación, pero nadie contestó. Pasaron dos horas más sin tener novedad. Ya imaginaba yo el sangriento cuadro y los titulares de los periódicos: “Crimen pasional en Veracruz. Destacado poeta estrangula y destaza a su bella amante”. Estaba entregada a estas aterradora­s imágenes cuando tocaron a la puerta. Abrí. Eran ellos. A causa del mal tiempo, la ventana de su cuarto se había roto y fueron trasladado­s a otro. A pesar de que mi alivio fue enorme, me di cuenta de que estaba un poco decepciona­da. Nunca había estado tan cerca de participar en una tragedia pasional. Ajena, claro está.

Seguimos nuestro viaje rumbo al DF. Maka manejaba con ferocidad. Octavio, aterrado, de cuando en cuando balbuceaba algo. Pero ella, indómita, lo callaba. Nosotros, cual pareja feliz, nos mirábamos ocasionalm­ente de reojo para terminar exclamando al mismo tiempo: “¡Poeta!”, y soltar luego carcajadas. A Paz nada de esto le hacía sentido.

Llegando al edificio donde vivía Maka, ella le entregó el auto a su dueño y, sin despedirse de nadie, se metió a su departamen­to. Octavio, tembloroso, nos fue a dejar a “La casa de las campanas”, y, al hacer una maniobra

_ para estacionar­se, el volante se le quedó en las manos. La Cosaca, con su temperamen­to indomable, lo había arrancado de su engranaje. No creo que a Octavio ese viaje le haya inspirado poema alguno.

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 ?? Carlos Fuentes (11 de noviembre de 1928-15 de mayo de 2012) con su primera esposa, la actriz Rita Macedo. ??
Carlos Fuentes (11 de noviembre de 1928-15 de mayo de 2012) con su primera esposa, la actriz Rita Macedo.

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