Corrernos al centro, o centrarnos en las partes
Para gobernar un país grande y diverso como México, simplificar no es recomendable; no porque esté dicho en algún manual del buen presidente de la República, sino porque hemos acumulado lasconsecuenciasnegativasqueacarreaelfacilismodecomprimir el horizonte entero a la porción que al gobernante le da la gana ver. En las manifestaciones que en 1968 desembocaron en la matanza de Tlatelolco, Díaz Ordaz vio una conspiracióncomunistainternacional,noindagóenlacomplejidadinherenteymenosconsideróescucharalosestudiantes y a los obreros; para qué, ha de haber pensado, si para eso es uno presidente, para definir y fijar la realidad. En la devaluación y en la enorme deuda que fueron el culmen de una hilera casi insuperable de errores presidenciales, López Portillo denunció un complot de los banqueros contra su administración y contra el país. Salinas de Gortari actuó seguro de que los grandes problemas nacionales se resolverían si al frente del orden económico nacional estuvieran los mercados financieros, sus socios (los de él) y el TLC. Fox se constriñó a la noción de que para erradicar las dolencias patrias era suficiente sacar al PRI de Los Pinos. Peña Nieto fue mássimplista:paraobrarmilagrosdebíafirmarsuscompromisos
Jalisco abonará al proyecto del lópezobradorismo, y viceversa, a partir de
las autoridades
ante notario, luego redujo el Congreso de la Unión a escala de notario y supuso que sus reformas estructurales equivalían a que los mexicanos diéramos con la fuente de la riqueza eterna que mágicamente se distribuye con equidad.
México y su gente y sus sucesivos trances, de región en región, no pueden explicarse con un diagnóstico omnicomprensivo; pero esto que desde fuera del gobierno y del juego político es sencillo de entender, para cada uno de los que han sido presidentes resultó ajeno, engorroso, y eligieron reducir el entero a las partes que les convenían: el presupuesto diseñado desde sus ideas y sus necesidades (políticas), la población y sus culturas y sus anhelos representados según ellos los concebían, el territorio nacional imaginado conforme a unas cuantas viñetas idílicas, inmutables. Y cuando aparecieron señales adversas a su utopía sexenal, digamos inflación, inseguridad, pobreza, hambre, devastación medioambiental, violencia, las consideraron fatalidades heredadas o, en el mejor de los casos, retos que permanecían a pesar de lo mucho que hicieron.
Es el turno de las simplificaciones de Andrés Manuel López Obrador. Sus propuestas son magníficas, económica, social y ambientalmente porque brotan de él, y si generan dudas, que el pueblo en consulta decida. Azucena Uresti lo entrevistó en Milenio Televisión, el jueves, y el casi primer mandatario le dijo: “La corrupción se da de arriba para abajo, por eso es relativamente fácil acabarla, porque depende del ejemplo que se da arriba. Si el presidente es corrupto, los gobernadores van a ser corruptos, los presidentes municipales; si el Presidente (sic) es honesto, puede pensarse en acabar con la corrupción.” Aunque, con todo y la certeza que exhibe López Obrador, debemos inferir que su fórmula es falible, ya que es necesario que envíe un delegado a cada entidad, ungidos de honestidad por él, porque podría suceder que a pesar de que los gobernadores estén al tanto de la rectitud del presidente, terminen por pecar, por dos razones: tienen el arca abierta a la mano y no son él.
Ya no estamos para esperar a comprobar si las convicciones del presidente acarrearán bondades o si son mero afán por regir unipersonalmente y que, así, a la historia la armemos desde el espejo retrovisor; lo más provechoso será atenernos a la cadena de responsabilidades delineada en la Constitución: Jalisco abonará al proyecto del lópezobradorismo, y viceversa, a partir de las autoridades que elegimos, que gozan de legitimidad y de base social, en interacción con sus pares federales (que no superiores jerárquicos) y ceñidos a los mecanismos que nos hacen una república de hombres y mujeres libres, formada por estados asimismo libres, y soberanos.