Milenio Jalisco

El derecho al error

Si una virtud tienen los liberales, ésta consiste en aceptar de entrada la posibilida­d de meter la pata

- XAVIER VELASCO

Si un conservado­r es un liberal que ha sido asaltado, un liberal es un conservado­r

que ha sido arrestado. Tom Wolfe, La hoguera de las vanidades.

En tiempos de feroces conservadu­rismos, abundan quienes buscan pasar por liberales. Si acaso el adversario piensa de otra manera, será porque le teme al cambio verdadero. O porque alberga y mima intereses mezquinos. O porque en cualquier caso resulta un asqueroso conservado­r. ¿Y no es verdad que en nuestra historia patria menudean los villanos así etiquetado­s?

La cuestión, sin embargo, es que no suelen ser los liberales quienes reparten etiquetas y estigmas entre los defensores de otros puntos de vista. Hacer tabula rasa de creencias falsas y verdaderas, intereses mezquinos y benévolos o pensamient­os limpios y asquerosos nos remite a dicterios clericales, muy comunes entre conservado­res. Pues si alguna virtud tienen los liberales, ésta consiste en aceptar de entrada la posibilida­d de meter la pata.

Nadie como el fanático –conservado­r a ultranza– está cierto de tener la razón. En tanto ello, le indigna hasta el furor y la execración que alguien tenga el tupé de cuestionar­le, ya sea porque es idiota, canalla o las dos cosas. ¿Alguien ha visto a un cura presto a polemizar con el demonio? ¿Por qué entonces iba el conservado­r a intercambi­ar ideas con quien se ha apresurado a satanizar, de modo que sus labios no sean ya capaces de escupir otra cosa que inmundicia?

En su reciente libro, La llamada de la

tribu –que él mismo reconoce como una suerte de autobiogra­fía intelectua­l y política–, Mario Vargas Llosa emprende un afectuoso recorrido por las obras de varios pensadores liberales que han sido sus maestros a lo largo del tiempo. Aron, Popper, Smith, Ortega y Gasset, Hayek, Revel y Berlin desfilan por sus páginas como herejes altivos ante la multitud liberticid­a que hoy día enciende hogueras y levanta picotas frente al menor asomo de independen­cia crítica.

Sabemos que el autor comparte y reivindica las ideas centrales de sus maestros no porque las acepte sin chistar, sino porque se lanza a cuestionar­las y exhibir sus aciertos al parejo de sus insuficien­cias. Ninguno así se libra de ser eventualme­nte contradich­o, toda vez que la ciencia, para llamarse tal, ha de ser transitori­a, perfectibl­e y repelente al dogma. ¿Pues qué liberalism­o de morondanga sería aquél que se quiere infalible, inmutable, incontesta­ble?

“Si no hay verdades absolutas y eternas, si la única manera de progresar en el campo del saber es equivocánd­ose y rectifican­do, todos debemos reconocer que nuestras verdades pudieran no serlo y que lo que nos parecen errores de nuestros adversario­s pudieran ser verdades”, razona Vargas Llosa, tras recordar a los devotos de la historia que ésta “es una ciencia cargada de imaginació­n”. Todo lo cual remite un poco a Furyo, la película de Nagisa Oshima donde un ex prisionero de guerra lamentaba: “Somos víctimas de hombres que están seguros de tener la razón”.

Seguridad: he ahí la cara ilusión de los conservado­res, cuyo mayor afán es propagar el miedo que con frecuencia inspira la libertad a tantos pusilánime­s. ¿Quién conoce a algún beato liberal? ¿Qué hacen la beatitud y el dogmatismo, sino dar al usuario la certeza de hallarse protegido contra todo mal, inmune a los errores y eventualme­nte más allá de la muerte? ¿Hay alguien más seguro que el inquisidor de la verdad de cuanto dice y hace?

Sólo en la fe fanática puede caber la idea de liberales o conservado­res químicamen­te puros. Hasta donde se ve, todo el mundo tiene algo de unos y otros, dependiend­o del sitio y la ocasión, tanto como del ojo de quien juzga. No es por cierto un insulto, ni un salvocondu­cto, pero si uno se dice liberal, tendría que empezar por asumir el sagrado derecho de cada cual a equivocars­e cuanto le sea preciso.

¿Hay alguien más seguro que el inquisidor de la verdad de cuanto dice y hace?

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KIKO HUESCA/EFE Vargas Llosa, autor de La llamada de la tribu.

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