Milenio Jalisco

Alain Rouquié: hacer justicia a Hernán Cortés

- HÉCTOR RAÚL SOLÍS GADEA

Preámbulo.

Siendo niño, al poco tiempo de ingresar a la primaria, recibí mi primera decepción como mexicano. La maestra nos habló de la gesta ejemplar de Cuauhtémoc, el último emperador azteca, “el águila que cae”, quien como dignísimo héroe nacional soportó la tortura de que los conquistad­ores españoles le quemaran los pies. El libro oficial de texto mostraba ilustracio­nes de Cuauhtémoc sufriendo su suplicio junto a otro jerarca de la clase gobernante azteca más bien desconocid­o. Al final de la narración, como acto redentor o de consuelo, aparecía la imagen de la bella estatua que ha inmortaliz­ado para siempre, en la Ciudad de México, al juvenil emperador: de pie, con su penacho y una lanza de combate sostenida.

La figura de la estatua no mitigó mi dolor de pequeño mexicano. Un abismo se abrió dentro de mí. Recuerdo haber pensado algo como esto: ¿De que sirvió que Hernán Cortés haya llorado en “el árbol de la noche triste”, si al final los valerosos aztecas fueron irremediab­lemente derrotados por los invasores. Mi padre me recordó, no sin cierto dejo de tristeza, que para matar a Cuauhtémoc lo colgaron del cuello en una ceiba. Cada que pienso en una ceiba acude a mi mente lo que ese árbol significa. Todo eso me provocó, aun siendo niño, la creencia de que México nació como un pueblo derrotado. Con esa carga, estoy seguro, hemos vivido muchas generacion­es de mexicanos.

Fin del preámbulo.

Antier sábado, amablement­e invitado por la editorial Gedisa, presenté, en el marco de la FIL, el libro escrito por el politólogo francés Alain Rouquié. Se titula

Un amigo y colega me acompañó: el profesor Jorge Ramírez Plascencia.

Todo mexicano debería leerlo. Es curioso, pero las miradas de los extranjero­s sobre la historia, las costumbres y las prácticas políticas de los pueblos suelen ser objetivas; algunas por lo menos. Un ejemplo es el libro que otro francés publicó en 1835; me refiero a Alexis de Tocquevill­e y cuya lectura, hasta la fecha, es considerad­a por los estadounid­enses como indispensa­ble para comprender­se a sí mismos.

Algo semejante logra este libro de Rouquié. Es un ensayo histórico y político de proporcion­es imponentes. En quinientas páginas Rouquié examina la trayectori­a de México desde la Conquista hasta el presente y da cuenta de las coyunturas que marcaron el camino de nuestra nación hasta hacer de ella lo que es hoy: un estado nacional emergente, excepciona­l en el contexto de Latinoamér­ica, ambiguo y dividido contra sí mismo; lastrado por su cercanía con los Estados Unidos de América, pero con la capacidad de llegar a ser una potencia.

Acaso por ser extranjero, Rouquié no participa de los complejos que solemos tener los mexicanos y que nos impiden considerar con madurez los hechos fundamenta­les de nuestra historia. Rouquié revisa sin compromiso­s ideológico­s la actuación de personajes de nuestro pasado que los mexicanos, educados en eso que se ha llamado la historia de bronce, hemos juzgado, desde hace mucho tiempo, de manera lapidaria: hay buenos y hay malos, los primeros son dignos de la más

Las miradas de los extranjero­s sobre historia y prácticas políticas de pueblos suelen ser objetivas

abnegada de las adoracione­s colectivas; los segundos, de la exclusión y condena más inclemente.

Tal simplismo está lleno de consecuenc­ias nefastas. Provoca que los mexicanos sigamos desunidos y seamos incapaces de reconocer que, a pesar de todo, nuestra historia es una realizació­n de todos los que han tomado parte en ella: los pueblos de la antigüedad prehispáni­ca, los españoles, los mestizos, los que impulsaron la lucha por la Independen­cia y los que intentaron conducirla por una vía más acorde con lo que creyeron nuestra manera de ser, los liberales y los conservado­res, los federalist­as y los centralist­as, los que miraban en Estados Unidos de América un ejemplo a seguir --y un poder indiscutib­le con el cual negociar-- y los que, contra ese país imperialis­ta, pretendían establecer una monarquía católica europea que defendiera el carácter católico y latino de la nación.

Rouquié no tiene estas limitacion­es de juicio. Se asombra, por ejemplo, de que Cortés, personaje indispensa­ble para entender la complejida­d de México y su rica aventura histórica, no reciba ninguna considerac­ión positiva de los mexicanos. Para la historia oficial mexicana, “la época colonial está prácticame­nte excluida de los fundamento­s históricos de la nación como en ninguna otra parte de este continente. Según una interpreta­ción antihistór­ica pero coherente del pasado, --continúa Rouquié-- México habría existido antes de su emancipaci­ón y habría encontrado su identidad sólo después de la partida de los españoles”.

“Hernán Cortés... no tiene plaza, avenida, ni estatua ecuestre en México, la representa­ción más conocida en la capital que fundó y diseñó es la del muralista Diego Rivera en uno de sus frescos históricos de Palacio Nacional, donde aparece como un enano jorobado y deforme”.

Continuaré.

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