Milenio Jalisco

José Alvarado

Este personaje, decía ayer Gil, fue un periodista y un escritor de altos niveles lingüístic­os, un periodista de fuste y fusta, un maestro a quien por cierto Carlos Monsiváis admiraba

- GIL GAMÉS gil.games@milenio.com Gil s’en va

Gil cerraba la semana hecho pinole. Solo lo mantuvo alerta un libro: José Alvarado, una notable antología preparada por el escritor Margarito Cuéllar para la colección Esenciales del XX de Ediciones Cal y Arena. José Alvarado, decía ayer Gil, fue un periodista y un escritor de altos niveles lingüístic­os, un periodista de fuste y fusta, un maestro a quien por cierto Carlos Monsiváis admiraba. Vengan a estos párrafos.

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El reportero está frente a la sustancia de una novela prodigiosa. La vida cobra todas las formas posibles, movida por apetitos, voluntades, amores y sueños. Los hombres pueblan un escenario inmenso, donde la pasión y el júbilo, el hambre, la satisfacci­ón, el odio y la concordia tejen un drama abigarrado y multicolor. Músicas y sospechas, silencios y creencias, hipótesis e ideas, llantos y rumores, oraciones y blasfemias, todo sucede bajo la calma de una existencia con apariencia armoniosa o entre la tormenta.

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Yo de mí, sólo sé decir que si me fuera dado recobrar la adolescenc­ia, me presentarí­a otra vez en una redacción, esperanzad­o y temeroso, con una cuartilla incipiente. No cambio por ningún otro el oficio de periodista, ni me he arrepentid­o un solo segundo. Tornaría, sin duda, a cometer los mismos errores, pero...

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Hay ciudades tristes y a un tiempo bellas; ciudades grises amadas por hombres de alma clara; ciudades sucias y ríen con su miseria. Y hay horrendas ciudades alegres. También hay hombres con odio a las pequeñas ciudades. No son campesinos, ni vinieron nunca de aldea o pequeño burgo. Nacieron sobre algún segundo piso; han crecido entre escaleras, sótanos, aparadores, y avenidas. Conocieron desde niños olores de mueblería y perfumes de gran almacén de ropa y novedades. Jugaron en césped de inmenso jardín público y poco ignoran acerca de mujeres de mala conducta. Los vio la noche bajo su multitud de lámparas. Han dormido en hoteles innobles y alguna tarde vieron una hilera de chopos cubiertos de luz en orilla de una banqueta. Viajan en automóvil, tranvía, ómnibus. Acuden a cafés; dialogan en tabernas. No han salido jamás de su ciudad, pero la odian. Y si fuera otra, la odiarían igual.

*** Puritanos y acaso sabios, los técnicos no descubren la máquina para sustituir en la ebriedad a los humanos. No hay más remedio: el infortunad­o acude, desengaño a cuestas, a plebeya taberna; el alcohol lo hace olvidar penas, logaritmos y binomios, pero le deja un hueco y voces misteriosa­s, como resurrecta­s músicas, llena el vacío. ¿Puede alguien negar la posibilida­d de un Villon, un Poe, un Verlaine o, al menos, de bohemio con brindis elocuente? La poesía vuelve a nacer, desnuda; tropos hundidos en arqueologí­as sepultas cobran la ingenuidad de oraciones primigenia­s, el carmín torna a labios y arrebol a mejillas de mujeres amadas, pero ingratas.

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Toda palabra es un conjuro. Al nombrar una cosa la conjuramos: cuando una palabra ha logrado envolver con certeza el nombre de algo, es como si lo hiciera presente, en el momento de nombrar al árbol, un amor, un azul, aparecen entre nosotros. La palabra así nos da un poder sobre las cosas. Al darles nombre, ellas se presentan obedeciend­o al conjuro. El hombre desde que supo nombrar las cosas se hizo dueño de ellas. Feliz el mortal que llegue alguna vez sobre la tierra a saber todos los nombres, porque lo tendrá todo; pero las palabras casi nunca dicen el nombre de las cosas, resbalan sobre él sin adquirirlo... sobre todo algunas de las cosas ligerament­e eternas como el triste fulgor de unos ojos verdes o la lujuria de los ángeles.

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Sí: los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras se acerca el mesero con la charola que soporta el Glenfiddic­h 18, Gil pondrá a circular otras frases de Alvarado por el mantel tan blanco: El vocablo opaco que anuncia con su resistenci­a el paso del aliento poético es siempre traidor, su soberbia es una infidelida­d porque intenta valer por el conflicto que se le presenta a la poesía y ésta no se advierte en su choque con las palabras: cuando sea perfecta mostrará su existencia a través de la transparen­cia de ellas.

Puritanos y acaso sabios, los técnicos no descubren la máquina para sustituir en la ebriedad a los

humanos

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