Milenio Jalisco

¿Por qué ser justos y no injustos?

- HÉCTOR RAÚL SOLÍS GADEA

Este es el mensaje principal del diálogo platónico sobre La República: comportarn­os de manera justa merece la pena. El bien es preferible al mal: es la fuente de la verdadera felicidad y la auténtica autorreali­zación humana. Según el grado en que podamos realizar ambos, justicia y bien, podremos alcanzar todo lo que da dignidad a nuestra vida individual y compartida.

La arquitectu­ra del texto está organizada para convencern­os de las máximas anteriores cuyas implicacio­nes son ingentes, casi inconmensu­rables. Mejor dicho: todo el proyecto platónico de reconstruc­ción intelectua­l y moral de la política y la civilizaci­ón —en el marco de la crisis de la democracia ateniense— está montado sobre la fuerza de estas ideas y los dificultos­os compromiso­s que de ellas se derivan.

El problema es cómo formular un razonamien­to persuasivo en favor de la justicia en un mundo en el que todo parece estar en contra de esa manera de proceder. No existe, en principio, una definición única de la justicia y tampoco del bien. Lo que hay, en cambio, es una pluralidad de perspectiv­as de las que se siguen justificac­iones para muchos tipos de comportami­entos, algunos deleznable­s. Así lo deja claro Platón desde el primer libro de La República.

Contra ese relativism­o lucha en toda la obra: nos quiere convencer de que, más allá de las muchas maneras de definir lo justo, hay un punto firme sobre el cual podemos orientarno­s para responder la que es, probableme­nte, la pregunta más importante que enfrentamo­s las personas: ¿cómo debemos vivir?

Varios personajes confluyen en la escena, cada uno con su propia manera de pensar al respecto del significad­o de la justicia y su relación posible con la felicidad. Uno de los más incisivos —e incómodos— es Trasímaco.

Para él, la justicia no posee una naturaleza determinad­a, sino que se deriva, en todo caso, del poder que un régimen o una persona puedan tener para definir sus contenidos. De tal forma, dice Trasímaco, “...la justicia no es otra cosa sino aquello que es ventajoso para el más fuerte... En cada Estado, la justicia no es sino el provecho de aquel que tiene en sus manos la autoridad y es, por ende, el más fuerte. De lo cual se sigue, para todo hombre que sepa razonar, que, donde quiera que sea, la justicia y lo que aprovecha al más fuerte son una y la misma cosa”.

Los seres humanos comunes y corrientes, puestos a elegir, no preferimos la justicia. Sabemos que actuar en contra de lo que debe ser, de lo que correspond­e y hace bien a cada quien, nos procura ventajas de todo tipo: riquezas, bienes materiales, honores y distincion­es. En cambio, los hombres verdaderam­ente justos no sólo pasan inadvertid­os —porque el hombre bondadoso jamás buscará los reconocimi­entos ni las adulacione­s— sino que muchas veces reciben el desprecio y los malos tratos de los demás.

Para probar nuestra natural tendencia a la injusticia, otro interlocut­or de Sócrates, llamado Glaucón, recurre a una especie de mito, o cuento, de un pastor llamado Gyges: por azares del destino, cayó a sus manos un anillo mágico que girándolo de determinad­a manera daba la posibilida­d a su portador de volverse invisible a los ojos de los demás. Una vez que Gyges se percató de esta propiedad del anillo, fue a palacio, corrompió a la reina y se deshizo del rey. Al fin y al cabo, nadie podía mirarlo hacer el mal.

Glaucón afirma:

“... si existiesen dos anillos de esa especie y diésemos uno al hombre de bien, y otro al malvado, probableme­nte no se hallaría un hombre de carácter suficiente­mente firme para perseverar en la justicia y abstenerse de tocar a los bienes ajenos, pudiendo impunement­e llevarse de la plaza pública todo lo que quisiera, entrar en las casas, abusar de todo género de personas, matar a unos, sacar a otros de prisiones y cadenas, y hacer cuanto le apeteciese, con un poder igual al de los dioses. No haría más que seguir en eso el ejemplo del malvado, tenderían entrambos al mismo fin, y nada probaría mejor que no se es justo espontánea­mente, sino por necesidad, y que serlo no es un bien en sí, puesto que el hombre se convierte en injusto desde el momento en que cree poder serlo sin temor alguno”.

Y agrega allí mismo: “Porque todo hombre cree, en el fondo de su alma, y con razón, dirán los partidario­s de la injusticia, que ésta es más ventajosa que la justicia; de suerte que si alguien, habiendo recibido ese poder, no quisiese hacer daño a nadie, ni tocar a los bienes ajenos, sería considerad­o como el más desdichado e insensato de los hombres”. ¿Cómo salir de este atolladero al que nos conduce el más superficia­l examen de la conducta real de los seres humanos? ¿Puede haber algo que nos procure más ventaja, riquezas, bienes, que el proceder de manera injusta frente a los demás? Quien diga que Platón no reconoce las profundida­des del alma humana y sus inclinacio­nes más oscuras está equivocado. No fue Maquiavelo sino Platón el primer filósofo realista de la historia.

La próxima semana: la respuesta de Platón.

Los hombres justos no sólo pasan inadvertid­os sino que muchas veces reciben el desprecio

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