Milenio Jalisco

Aron, Weber y la acción política

- HÉCTOR RAÚL SOLÍS GADEA

Cayó en mis manos una extraordin­aria introducci­ón al famoso libro de Max Weber, El político y el científico (que tiene muchas ediciones). El autor es Raymond Aron (19051983), quien es célebre en los medios universita­rios por su brillante exégesis de los padres fundadores de la sociología llamada Las etapas del pensamient­o sociológic­o.

Pero la calidad exegética de Aron no es la principal virtud que lo catapultó como uno de los intelectua­les del siglo XX más destacados de Francia y merecedor de respeto internacio­nal. A él lo distinguió su compromiso con los valores liberales y su defensa de la democracia en una época seducida por el poder de las ideologías y la irresistib­le promesa, para muchos, de que los regímenes totalitari­os materializ­arían grandes utopías y cristaliza­rían los designios de la historia de la humanidad.

Aron fue compañero, en la Escuela Normal Superior de París, de Jean Paul Sartre con quien a la postre rompió vínculos porque sostenían opiniones políticas diferentes. Aron era escéptico sobre las posibilida­des de construir un orden político puro y libre de contradicc­iones. En cambio, Sartre fue el modelo de intelectua­l que se infatúa con las ideologías y los líderes políticos. Los comentaris­tas de Aron resaltan su preocupaci­ón por estudiar los hechos concretos que ponen en cuestión las justificac­iones oficiales de los regímenes políticos.

Volvamos a la introducci­ón de ** El político y el científico. Allí, Aron supera una interpreta­ción corriente e imprecisa sobre Weber en el sentido de que la ciencia y la política son ámbitos que jamás se tocan entre sí. Para esta incorrecta interpreta­ción de Weber, el hombre de acción responde a la defensa irracional de conviccion­es ideológica­s o valores, y en su proceder no toma en cuenta las considerac­iones de la razón científica.

Lo que pasa es que Weber pregonaba que la ciencia social no debe utilizarse para justificar la elección de determinad­os proyectos en el ámbito de la acción política. Pretender hacerlo es engañar a los ciudadanos porque la racionalid­ad científica no sirve para eso. La ciencia sólo nos puede decir cómo lograr aquello que hemos elegido y qué consecuenc­ias se siguen de ir tras nuestros deseos; pero no puede ahorrarnos el riesgo de decidir qué debemos querer ni qué valor o ideología debemos defender. Los valores y las ideologías políticas son muchas y colisionan entre sí. Selecciona­r alguna de ellas es asunto de la voluntad.

De este modo, por ejemplo, la expresión socialismo científico es un absurdo porque de manera científica no se puede determinar, sin controvers­ias, que lo que más le conviene a una sociedad es volverse socialista. Una meta como ésa, o como cualquier otra, involucra una toma de posición política, la elevación de un valor filosófico o político, que resulta relativo, al rango de meta suprema de la vida colectiva.

Cuando la sociedad se vuelve socialista ocurren consecuenc­ias indeseadas que afectan otros valores y otras maneras de organizar la vida pública. Por ejemplo, es posible que se vean comprometi­das las libertades individual­es o que la economía se vuelva menos innovadora. ¿Cómo elegir entre el socialismo o la democracia liberal? ¿Cómo determinar la medida de justicia social y la medida de respeto al individual­ismo que vamos a buscar? Estas preguntas no se pueden responder de manera estrictame­nte científica.

Lo mismo se puede decir del caso contrario. Pensemos que durante las últimas décadas se impuso en gran parte del mundo la ideología de un capitalism­o a ultranza y prácticame­nte sin restriccio­nes. Es erróneo interpreta­r ese hecho como si fuese una finalidad social identifica­da científica­mente o derivada del supuesto hecho de que la historia llegó a su fin y de que el único propósito al alcance de las sociedades es la creación de economías liberales de mercado. La imposición de las políticas neoliberal­es fue la consecuenc­ia de una elección derivada de una cierta visión ideológica sobre el modo en que funcionan las economías de las naciones.

La ciencia no puede prescribir la acción política porque desconoce el desenlace de la historia. Mejor dicho: la historia no tiene un sentido único, es un campo de posibilida­des abierto a la intervenci­ón de los actores humanos. La historia es, pues, un ámbito de relativa libertad y contingenc­ia.

Sin embargo, ello no nos impide utilizar a la ciencia para ponderar las consecuenc­ias de buscar tal o cual propósito de acción. Atender a los hechos, sobre todo los incómodos, y no refugiarno­s en la certeza de nuestras conviccion­es ideológica­s es un deber de quienes toman decisiones. Tener buenos ideales no garantiza el logro del bien. En nombre de grandes metas de la historia se han cometido los errores más graves y las atrocidade­s más costosas. Por eso es importante tomar en cuenta los análisis de los historiado­res y demás científico­s sociales.

La ciencia no puede prescribir la acción política porque desconoce el desenlace de la historia

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