Los mensajeros
Nos hemos acostumbrado rápidamente a una serie de actores que se entienden políticos sin serlo. Voces que desperdiciaron la oportunidad de renovar discursos, cuya virtud parecía ser la distancia a la corriente tradicional de la política, pero, lejos de alimentarla, exacerban su pauperización.
Los mensajeros son políticamente intrascendentes hasta que reducimos lo político a la discusión de mensajes sin intención de encontrar un interlocutor ajeno al pensamiento propio.
No amplían el debate. Sus intentos por hacerlo quedan en la reafirmación de conceptos, sin someterse a las dudas de cualquier proceso intelectual. Mucho menos son intelectuales, no solo por la ausencia de dudas, sino por su incapacidad para despertar inquietudes en sectores distintos a sus pares ideológicos, políticos, o grupales. Frecuentemente anulan cualquier diálogo para convertirlo en trifulca burlona, el reducto sin inteligencia del humor. Son dispersores de mensajes que, para encontrar un lugar, han aprovechado el bajo nivel de debate que ha encarnado la política mexicana. Su logro es ocupar el espacio.
Hemos llevado la importancia de los mensajeros a un extremo que no se sostiene. En el camino se han mostrado expresiones que reflejan las limitaciones de lo binario.
La ausencia de honestidad intelectual se escuda en un asomo de franqueza, para blandir argumentos con un propósito lejano a la reflexión. La franqueza, cinco pisos abajo de la honestidad, se usa para generar simpatías y aplausos. Para vestir la verdad con farsa y así, eludir la provocación máxima: pensar.
La mecánica del mensajero quiere evidenciar los defectos del exterior, mientras se encierra y reduce a su muy particular óptica del mundo. Desde ella busca comunicar lo que otros quieren escuchar. La honestidad intelectual guarda una virtud en la antipatía, intenta comunicar lo incómodo.
En la edad de las reafirmaciones se vulnera el desarrollo democrático de una sociedad urgente de él. Como otros, he insistido en que la democracia no se refiere únicamente a las urnas, tampoco a la sola conformación de instituciones. Se trata de un espíritu que avanza o retrocede en la capacidad de diálogo entre sus habitantes. Los habitantes de la democracia. Su herramienta es el lenguaje. No existe política que no surja de él, como tampoco lo ha hecho planteamiento ideológico, noción de justicia o de reconciliación. Sin reconciliación política no hay democracia, aunque en la adolescencia permanente de nuestra vida pública ha sido común confundirla con sumisión.
A los mensajeros esto les tiene sin cuidado. Ya sea que ocupen o no una posición de poder, por pequeño que sea, sus argumentos no tienden a modificar la realidad de lo nocivo. Se esfuerzan por sustentar las necesidades políticas del momento y el poder. La capacidad de influencia es poder. De ahí su naturaleza cambiante. Es la complacencia.
Un mensajero me decía que éste no es tiempo de matices. Solo que un país hecho de ellos es ingobernable sin cuidarlos. Basta ver a un secretario de Seguridad, a un titular de Migración, a muchos mensajeros y funcionarios que, empecinados en defenderse han olvidado lo esencial. De ser sensatos, sus argumentos se defenderían solos.