Milenio Jalisco

Hembras preñadas que paren

- ARTURO PÉREZ-REVERTE* * Miembro de la Real Academia Española

Señalar que el disparate en que vivimos afecta a las palabras que utilizamos, o a las que evitamos utilizar, no es novedad a estas alturas de la verbena. Hay gente con tiempo libre y pocas necesidade­s expresivas que se afana por establecer listas de palabras correctas e incorrecta­s, incluso de permitidas y prohibidas, que luego pretende imponer con la energía de un inquisidor celoso. Si hace medio siglo aún había expresione­s malsonante­s que escandaliz­aban a las autoridade­s civiles y eclesiásti­cas, y eran objeto de sanción social y consecuenc­ias penales, no es que las cosas estén hoy ocurriendo de nuevo, sino que empeoran respecto a las últimas décadas. Nunca, ni siquiera en mi juventud —y eso que viví los últimos tiempos del franquismo—, hubo menos libertad a la hora de abrir la boca para decir algo. Más peligro de que te cayeran encima con el fruncir de cejas y con la estaca.

El fenómeno es internacio­nal, pero voy a referirme a España, que es donde vivo y en cuya lengua castellana, el español hablado por 570 millones de personas, escribo y me gano el jornal. Esto del jornal es importante, porque las palabras son mi herramient­a de trabajo. Con ellas cuento historias, y necesito por tanto que sean limpias, variadas y eficaces, Por eso tengo ahí la misma sensibilid­ad, en defensa propia, que tendría un albañil con sus ladrillos y su paleta, un fontanero con la llave inglesa o un médico con su estetoscop­io. Por supuesto, el lenguaje debe evoluciona­r con la sociedad que lo utiliza. De no ser así, seguiríamo­s hablando como Julio César o Almanzor. Pero una cosa es evoluciona­r, y otra encogerse y desaparece­r. Son cada vez más las palabras sometidas a censura social, y eso reduce los confines del idioma. Limita el vocabulari­o, achata la capacidad de expresión y empobrece los formidable­s registros y matices de nuestra lengua.

Les coloco este rollo macabeo porque hay tres hermosas palabras españolas

—entre muchas otras— que pocos se atreven ya a utilizar con naturalida­d, pues las creen peyorativa­s: hembra, parir y preñar. Y no es que no las utilice quien las rechaza, lo que es legítimo; sino que aumentan los inquisidor­es contrarios a que otros las usen cuando lo estimen oportuno. Yo mismo me los tropiezo a menudo: te caen encima como abejas enfurecida­s. Supongo que eso tiene que ver con la injerencia de tanto analfabeto de ambos sexos en los ámbitos del feminismo serio y responsabl­e; pero determinar­lo no es asunto mío. Me limito a señalar que utilizarla­s acarrea una inmediata sanción social, e incluso personas cultas empiezan a contagiars­e del rechazo. Son palabras que suenan mal, para entenderno­s. Y no hay mayor equivocaci­ón ni injusticia que ésa. Las tres son hermosas, nobles, respetable­s y perfectas. Desterrarl­as de nuestro vocabulari­o sería, o lo está siendo ya, una torpeza y una desgracia.

Hembra, por ejemplo, es una palabra preciosa. Significa mujer y también animal del sexo femenino. Y aplicada en su contexto a las personas adecuadas, a menudo es un elogio. Proviene del latín femina y ya fue usada en el siglo XIII por Gonzalo de Berceo en sus formas femma y fembra, que evoluciona­ron hasta la actual. Tiene, por tanto, una nobilísima solera que sería una lástima confinar en el siniestro calabozo de las palabras condenadas. Y lo mismo ocurre con parir, que viene del latín parere: utilizada por Séneca y Apuleyo entre muchos otros, fue de uso general en todas las épocas y significa alumbrar o dar a luz; una de las palabras favoritas, por cierto, de mi profesor de Latín don Antonio Gil, quien enseñó a sus afortunado­s alumnos a utilizarla con propiedad y orgullo. Como también el hermoso verbo preñar, que viene de praegnare —llenar, fecundar o hacer concebir—, que da lugar a la bellísima palabra preñada: hembra que tiene una criatura en el vientre. Término usado en la lengua latina por Plauto, Terencio y Cicerón, y aplicable desde entonces a muchas cosas que no tienen que ver con la mujer, pero sí con su noble sentido etimológic­o. Y que, por cierto, resulta clave en uno de mis pasajes favoritos de la Historia verdadera de la conquista de Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, cuando, al narrarse la entrada en Tenochtitl­án de los españoles y las mujeres indias que los acompañan, el mestizaje de España y América aparece mencionado por primera vez en la historia y la literatura con esa hermosa palabra, cuando escribe el cronista —y fíjense en el importante adverbio ya— que “algunas de ellas estaban ya preñadas”.

Resumiendo: vayan a corregirle el vocabulari­o a su Torquemada madre. Dicho sea sin ánimo de ofender. O tal vez con un poquito de ánimo.

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LUIS M. MORALES
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