El futuro según Trotsky
León Trotsky escribió una escalofriante visión del futuro en la que vaticina cómo nuestra especie va a tomar el control de la naturaleza. Este vaticinio se publicó en un manifiesto titulado “Arte revolucionario y arte socialista”.
Era en el futuro donde naturalmente iba a vivir y a desarrollarse el “hombre nuevo” soviético, pero los teóricos de la revolución tenían problemas para armonizar la historia, las tradiciones, el folklore, con el futuro que, en 1909, habían perfilado los futuristas italianos. La irrupción de las maquinas en las ciudades, de los automóviles a toda velocidad por las carreteras, hicieron considerar a los futuristas que era imprescindible abolir el arte antiguo y entregarse al ruido y a los ritmos de los dispositivos mecánicos, es decir, al ruido y a los ritmos del futuro. El arte antiguo que pretendían abolir era, precisamente, la seña de identidad de Italia, que era un país sin colonias, sin una gran economía y cuyo prestigio descansaba en sus artistas del Renacimiento.
Trotsky tenía problemas para teorizar sobre el futuro, el horizonte que vislumbraba el pueblo soviético estaba cargado de pasado, de memoria, y la energía destructiva de Marinetti y sus futuristas era vista como una locura. Por ejemplo, en otro texto titulado “Futurismo”, Trotsky escribe: “Hay en el exagerado rechazo futurista del pasado un nihilismo bohemio que no existe en el revolucionismo proletario. Nosotros, los marxistas, vivimos en las tradiciones y no por ello hemos dejado de ser revolucionarios”. Más adelante, en ese mismo ensayo, Trotsky hace este malabar para seguir reflexionando sobre ese tema imprescindible, el futuro, sin separarse demasiado de la línea oficial del pensamiento revolucionario: “Nosotros entramos a la revolución, mientras que el futurismo cayó en ella”.
Trotsky creía, desde luego, y por eso hacía esos malabares, que las máquinas que
adoraba Marinetti eran herramientas imprescindibles para cambiar el mundo.
Como parte de los malabares para encuadrar el futuro y sus máquinas dentro de la revolución, Vladimir Tatlin construyó, en 1919, una maqueta de lo que sería su Monumento a la Tercera Internacional; el concepto era verdaderamente complejo, estaba basado en la torre de Babel, pero sin el lío de la incomunicación, y pretendía huir de la complacencia y la banalidad que él mismo veía en otros monumentos como la torre Eiffel.
En su empeño por evitar las frivolidades artísticas, Tatlin acabó proyectando una torre que hoy parece más futurista que las obras de los denostados artistas italianos que lideraba Marinetti, y que tanto escozor provocaban a los intelectuales de la revolución.
La torre de Tatlin, cuya figura parece parte de la escenografía de la película Metrópolis (puede consultarse fácilmente en Google), era una especie de espiral ascendente y dilatada, de hierro y vidrio, dividida en tres cuerpos: un cubo, una pirámide y un cilindro. En el cubo estarían las oficinas del gobierno e iría describiendo un movimiento de rotación lentísimo que duraría un año; dentro de la pirámide estaría el Komintern y su estructura efectuaría una rotación completa en un mes; dentro del cilindro estarían las oficinas del consejo editorial y su maquinaria de propaganda en varias lenguas (como Babel sin la hipertrofia que produjo el castigo divino) tendría un nivel creativo decididamente futurista: en los días de cielo nublado, unos proyectores gigantes escribirían consignas en el cielo. La rotación del cilindro del consejo editorial sería de un día. Al final el proyecto de Tatlin no se hizo, la versión oficial dice que se malogró por la férrea oposición del comisario Anatoli Lunacharsky, pero parece más sensato pensar que no se hizo porque se trataba del proyecto de un loco, que huyendo de la influencia de Marinetti llegaba todavía más lejos que el futurismo.
Pero volvamos al vaticinio sobre el futuro de León Trotsky, que tiene la misma naturaleza que la torre de Tatlin. “La fe solo promete mover montañas pero la técnica, que no admite nada por fe, las abatirá y moverá realmente”, escribe Trotsky, y más adelante advierte: “El hombre se ocupará de trazar un nuevo inventario de montañas y ríos, y hará serias y reiteradas mejoras en la naturaleza. A la larga, reconstruirá la tierra, si no a su imagen, si al menos según su propio gusto (….) Por medio de la máquina, en la sociedad socialista el hombre gobernará la naturaleza en su totalidad, con sus urogallos y sus esturiones”. Y cerca del final Trotsky aventura: “Muy probablemente las espesuras, los bosques, los urogallos y los tigres se mantendrán, pero solo cuando el hombre les ordene mantenerse. Y lo hará tan bien que el tigre ni siquiera advertirá la máquina o sentirá el cambio, sino que vivirá como lo hacía en los tiempos primigenios”.
Asombra lo mucho que Trotsky se equivocó, hoy el tigre, cien años después, no solo ha advertido a la máquina, sino que esta lo ha puesto al borde de la extinción. Toda esa superioridad de nuestra especie, esa capacidad para dominar a la naturaleza de la que se jactaban Trotsky y sus contemporáneos, era una ilusión; es muy evidente que nuestra conquista de la naturaleza falló, y también parece claro que la soberbia de los hombres de hace un siglo, que es por cierto la misma que enseña la biblia, es la que nos ha traído hasta aquí, al borde del abismo.