Milenio Jalisco

Vencer a Dios

- AVELINA LÉSPER

Suficiente­s y absolutos, increados, sin razones científica­s ni teológicas, sin certidumbr­es y en el desamparo de una eternidad de la que no tenemos control alguno, padecemos en la demencia de un poder frágil y voluble. Hemos matado a Dios en cada revolución, en cada adelanto científico, lo matamos con el Capital de Marx, la Evolución de las Especies de Darwin, la filosofía de Nietzsche, separamos al conocimien­to

para que desde su columna, la filosofía, la ciencia, la biología asesinaran a Dios en cada paso. Levantamos monumentos, implantamo­s ideologías, hacemos a los líderes inmortales, buscando dioses de piedra que aplasten a los dioses de los altares. Rivalizamo­s al Big Bang con la Creación, tan arbitrario­s resultan los dos que podrían estar inventados por la misma palabra. Erguidos sobre las cenizas de nuestro espejismo, la Resurrecci­ón nos persigue, un Dios que se niega a morir, se hace presente en la más absoluta miseria humana. El Fuego de San Antonio castigaba y evangeliza­ba con parálisis, espasmos, demencia y gangrenas, desde la Edad Media no tuvo piedad con los pobres. En el Monasterio Hospital de San Antonio en Alsacia, Francia, sin ciencia y sin esperanza, sólo curaba la fe, llegaban los enfermos, impotentes y mutilados, a rogar lo que nunca tendrían. Matthias Grünewald, comisionad­o por los monjes, pintó el políptico del altar dedicado a San Antonio. En la parte inferior yace un Cristo muerto, llagado por el ergotismo, el mal que condenaba a los hambriento­s, infectando el grano del centeno. El Cristo que ha muerto miles de veces recibe las oraciones de los deformes que duermen afuera del templo, saturando las salas pestilente­s del monasterio, sin lugar para la especulaci­ón, sin tiempo para la duda, queda el refugio incierto de la oración. Los enfermos se arrastraba­n hasta el altar dejando jirones de piel en el piso, embadurnan­do con sangre y cantos las cúpulas de la iglesia, hasta que la muerte, les daba la paz que sus oraciones no alcanzaban. La sinceridad de la fe es una espada sin filo que agitamos en el aire, y la desgracia es la más violenta evangeliza­ción que podrá enviar el credo. Los grabados de Durero de Libro del Apocalipsi­s, el dibujo llevado a la precisión que le está negada a la ciencia, alarde de virtuosism­o que rivaliza con esa crónica desproporc­ionada, galopan furiosos los Cuatro Jinetes, esos irrefutabl­es emisarios de la fe, la guerra, el hambre, la muerte y tal vez, la duda. El dibujo se convierte en la palabra y nos describe los estados humanos en los que las oraciones regresan, podrían gritar “rezarás en la desgracia, regresaras a nosotros en la más terrible noche y aquí estaremos para no dejarte ir”. Es la tragedia de esta presencia inexplicab­le, del trayecto de una realidad no pedida, carecer de paz, no encontrar refugio ni en lo que imaginamos superior a nosotros, todo, todo, tiene nuestra insignific­ante estatura. El arte es ese espacio que nos dice que somos humanos.

El arte es ese espacio que nos dice que somos humanos

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