Una pistola
E n esos años mi padre tenía una pistola, una calibre .45, escuadra, con dos cargadores hasta la coronilla. Comparada con la Ciudad de México de nuestros días, aquellas calles en las que crecí eran un parque de niños felices, pero sospecho que la pistola le daba a mi padre seguridad. Cosas raras. Su secreto: la guardaba debajo del colchón, pero yo siempre me entero de secretos. Cuando no había nadie en el departamento que habitábamos en la colonia Condesa, me acercaba a la cama levantaba el colchón y sacaba la pistola. Si yo tenía once años, aquella arma pesaba en mi mano como una piedra. Aprendí a sacar el cargador y a ponerle el seguro, y a quitarlo. Apuntaba con ella a una ventana, la miraba, la tocaba y la regresaba a su guarida.
Si yo hubiera sido un loco, bueno, sí era loco, pero no asesino, una noche salgo y me gasto doce balas en los cuerpos de unos desgraciados y paso a la historia como el niño asesino de la Condesa. Quizá ya habría purgado mi condena. Dejemos esto y volvamos al mundo. Cuando mi madre supo que había en la casa una pistola, perdió la tranquilidad. De hecho mi mamá nunca vivió tranquila. Miento. Vivió tranquila algún tiempo de su alta vejez como si supiera que la misión había terminado en este barrio.
Mi padre traía tragos. No muchos, no dramaticemos. Me llamó a su cuarto y tuvo conmigo el mayor acto de cercanía que recuerdo: me enseñó el arma. Mi madre estalló de furia, pero mi padre era un irresponsable de gran convicción. Ante los embates de mi mamá que lo llamó “infeliz”, el gran insulto que mi madre podía hacerle a alguien, mi papá me dijo: nunca la toques. Todos estamos locos, lo sé.
Esto que recuerdo no es una mentira de la memoria. Lo vimos salir una noche, meterse la pistola al cinto y salir atrabancado, como en una película mexicana. Regresó en la madrugada, sin novedades. Nunca supe de esa tarde de brumas y de odio.
Un día la pistola desapareció. Tengo para mí que se fue en una emergencia financiera. De verdad tenía borrado el recuerdo de la pistola de la casa. La ciudad nos impone una memoria y nada podemos hacer para evitarlo.
La ciudad nos impone una memoria y no podemos evitarlo