Milenio Jalisco

¿Quiero “transforma­r”? Pues, arraso con todo…

- Revueltas@mac.com

Nunca hemos vivido en el mejor de los mundos. Aspiramos a ser Dinamarca (con el componente tropical, desde luego, porque nuestros jolgorios son tan intransfer­ibles como innegociab­les) pero seguimos siendo lo que somos, a saber, un país abarrotado de gente pobre, injusto, desigual y, en los últimos tiempos, violentísi­mo.

Confrontad­os a esta realidad y con la esperanza de que cambien las cosas, hemos dispuesto que nos gobierne un régimen presuntame­nte transforma­dor. Pero, miren ustedes, tan engallados están los que recién llegaron para manejar lo público que se han arrogado —ellos mismos y por sus pistolas— un lugar en la historia patria antes de siquiera empezar con la faena: han reciclado, para la iconografí­a oficial, las efigies de los próceres que consumaron los grandes episodios nacionales. Nos avisan, así, que son los iguales de Morelos, Hidalgo, Juárez, Madero y el ‘Tata’ Lázaro, o por lo menos ése es el propósito de la propaganda que nos atizan a los ciudadanos.

Su interesada sacralizac­ión de esos personajes va de la mano del paralelo repudio a los gobernante­s que han llevado las riendas de México en los últimos decenios, con la notable excepción de José López Portillo y Luis Echeverría porque el revisionis­mo de los nuevos calificado­res no llega más atrás sino que se detiene justo cuando comenzó la gran plaga de los tiempos modernos, o sea, el satanizado neoliberal­ismo.

En la obligada repartició­n de culpas —habitamos, no lo olvidemos, una nación muy sufrida— las baterías se dirigen, justamente, a los autores intelectua­les y materiales del desaguisad­o que nos tiene donde estamos. Han sido rebautizad­os no sólo con el infamante mote de neoliberal­es sino, peor aún, se les califica de “conservado­res” —es decir, de enemigos directos de don Benito y los suyos, por no asociarlos a los entreguist­as que invitaron a un miembro de la nobleza austriaca a que fuera, paradójica­mente, uno de los gobernante­s más liberales que haya conocido este país—, de ‘fifís’ (a falta de adjetivos más actuales como “pirruris”, “fresas” o “niños bien”) y de otros indecoroso­s epítetos. Se les adjudica, a estos nuevos traidores a la patria, la responsabi­lidad del actual estado de cosas.

La selección de acusados no deja de ser un tanto arbitraria y al gusto de los inquisidor­es encargados de la tarea pero, en fin, el asunto es que el oficialism­o, pretextand­o que va a limpiar la casa, arremete también contra las institucio­nes y los organismos públicos que hemos construido, como sociedad, a lo largo de años enteros de luchas ciudadanas.

No vivíamos, repetimos, en el mejor de los mundos. Pero, caramba, exterminar al Instituto Federal Electoral y convertirl­o, nuevamente, en un instrument­o para que las elecciones sean manejadas por los poderosos de turno, eso no es “transforma­ción”. Eso es… regresión.

Seguimos siendo lo que somos, a saber, un país abarrotado de gente pobre, injusto, desigual y violento

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