Tiranía mayoritaria
LA la memoria de Federico Sada González a democracia entraña división y confrontación. Si la sociedad fuera uniforme, ideológicamente homogénea, no necesitaría partidos ni elecciones. Los países democráticos viven una interminable competencia política, a veces tóxica pero siempre más sana que la paz de los sepulcros hegemónicos. Y es que la democracia corre el riesgo de perecer si se reclama poder absoluto para la mayoría y se pisotea a las minorías.
Para conjurar abusos mayoritarios —las mayorías también se equivocan, y también los grupos minoritarios pagan las consecuencias— se delimitó el terreno democrático. El reconocimiento de derechos humanos inalienables, por ejemplo, protege a las minorías al fijar valladares que nadie ha de rebasar: ni la más abrumadora ventaja de votos puede legalizar la discriminación. Esto, que suena obvio, está dejando de serlo en la medida en que se entroniza el populismo y su tesis de que el pueblo puede decidir cualquier cosa en cualquier momento, al margen de los cauces legales. Vox populi, vox Dei. Ojo: el gobierno populista es plebiscitario porque el líder carismático no es solo el intérprete de la voz popular: es su modulador.
Veamos a México. El presidente López Obrador sometió a consulta la aplicación de la ley a los expresidentes en aras del pacto de impunidad con su predecesor. Y por si fuera poco, recurre a encuestas de popularidad de las Fuerzas Armadas como presión a los legisladores para aprobar la militarización de la seguridad, usando el miedo de la gente para impulsar su agenda personal —su alianza estratégica con el Ejército— y a contrapelo de consensos internacionales. ¿Dónde están los límites? El linchamiento es una ejecución extrajudicial con considerable respaldo popular; ¿se vale hacer un referéndum para legalizarlo?
La contrarreforma electoral mexicana es, a la vez, engaño y despropósito. AMLO propone que los consejeros del INE sean electos por voto universal con la falacia — como apunté en este espacio el lunes pasado— de que el pueblo decidiría; no sería así, porque la elección se haría a partir de una baraja marcada, con candidaturas definidas por él. Pero aun si no hubiera candidatos inducidos, ¿con qué estructura harían campaña, con qué recursos si no los de los partidos?; ¿qué prometerían al electorado, en qué se diferenciarían, si lo único que pueden ofrecer es imparcialidad y honestidad?; ¿cómo se evitaría que en la elección de los electores el juez fuera parte?; ¿quién podría derrotar al aparato clientelar del gobierno? No todo puede ir a votación directa. A menos, claro está, que se trate de un ardid en busca de hegemonía para la 4T.
El apoyo de los más autoriza a gobernar, no a aplastar a los menos. La democracia degenera en demagogia cuando se anula la competencia, cuando la mayoría se torna absolutista y la ley, que es producto de la voluntad popular procesada institucionalmente, queda a merced de humores transitorios manipulados por el líder populista. La tiranía mayoritaria, que a primera vista parece expresión democrática, es esencialmente antidemocrática. No me canso de decirlo: lean a Rousseau. Los creyentes en la democracia directa descreerían del populismo si atendieran a las razones del padre de la democracia participativa para acotar el ejercicio consultivo.
No todo puede ir a votación directa, a menos que se trate de un ardid en busca de hegemonía para la 4T